jueves, 27 de julio de 2023

Una casa en Salinetas, Ciudad Mori, de Sergio Mayor

 Una de las razones por las que fui a la presentación del libro de Segio Mayor, Una casa en Salinetas, en el CAAM, fue porque me llamó la atención que presentaran un libro que no iba de Arte Mayor en el CAAM. Al principio pensé que se trataba de un libro de arquitectura, pero no, no era eso. Busqué al autor en internet y vi algunas reseñas que no comprendí. No entendí de qué trataban aquellos libros, qué contaban, quién era aquel tipo por el que los reseñadores (dos o tres) hablaban con tanto respeto y tan confusamente. Por eso fui a la presentación. A ver qué misterio había en todo aquello, a ver si había un misterio. Ahora ya sé por qué escribían tan raro aquellos reseñistas, sea lo que sigue una demostración. 


Entre Una casa en Salinetas y Ciudad Mori de Sergio Mayor no hay gran diferencia. Se rememora, en ambos, lo mismo, un lugar que ya no existe. Tal vez un lugar que nunca existió y que se fue construyendo en la mente del autor con la ausencia. 

En Ciudad Mori ese lugar es una remota ciudad llamada Granada. Ciudad recordada por sus bares y por la calle Tablas donde sucedió un hecho milagroso, trascendental que no deja de ser evocado, aunque nunca descrito. Tal vez porque la descripción materializaría un sueño. Los sueños contienen todos los puntos de vista, todas las emociones aunque sean contradictorias, pero al describirlos, al materializarlos, hay que concretar, elegir, delimitar, y ¡plof!, aparece un objeto, que vagamente recuerda al sueño, pero que no tiene nada que ver, porque es algo concreto finito, limitado en sus características como no son los sueños. Es una cosa, lo descrito, solo una cosa, que en el sueño era muchas, todas, cualquiera, pero esa, en el sueño estaba tan claro.

 Por eso estos no son libros de memorias. No son libros de calles, de lugares, de puestas de sol, de árboles, esquinas, farolas, gentes. No es esa clase de memoria la que se ejercita aquí. Es otra. Vamos a decirlo, otra más cercana a la poesía. En la que se cuenta sin mencionar, en la que se evoca sin señalar, en la que se recuerda sin exhumar. ¿Qué playa fue esa de Salinetas? Una que ya no existe, una que tal vez no existió nunca. Pero que ahora existe en este recuerdo que apenas recuerda solo que ya no fue. 

Yo lo que leo en todos estos textos es a un hombre rememorando sin acordarse. No hay un esfuerzo por acordarse de los lugares, por traerlos a la memoria tal como fueron, es un estarse meciendo en las olas de la memoria sin llegar a fijar ninguna imagen, un dejarse ir por ese mar, hundirse en aquella arena, correr con aquellos otros que fueron también, una vez, cuando existió aquella playa. 

Si tuviera que describirlo más concretamente diría que estos son ejercicios de pura literatura. No de poesía, que es otra cosa, que nadie sabe pero que esto tampoco. Es otra cosa, es dejarse llevar por la mano de las palabras, por el ritmo de los verbos, los sutantivos, las preposiciones y los acentos circunflejos. Es olvidarse de por qué estaba escribiendo eso y darse cuenta después de que estaba hablando de Salinetas o de Granada cuando mencionaba a este teólogo, a aquel poeta inglés – sobre todo poetas ingleses – cuando hablaba de los bares y de los camareros ociosos que simulan prestar mucha atención al trapo sucio y al brillo del mostrador antes que a la charla imparable y desacordada del borracho de la barra que insiste en esos cósmicos circunloquios antes de aterrizar en el póngame otra ginebra. «respira» 

Inevitable comparar con el Libro del desasiego de don Fernando Pessoa.  Porque es la misma clase de cosas. Casi es la misma clase de gente. Esa gente que vive en una nube que lo aleja de todo, que todo lo desmaterializa a su paso para convertirlo en objeto de palabras, la lluvia, la mujer que baja por la calle Tablas, el tiempo que también pasa, los árboles, el estanquero de la esquina, Esteves. Mucho más místico, Segio Mayor, que Bernardo Soares, laico y poeta donde Sergio Mayor es teólogo, cabalista, esotérico descreído a fuerza de bares. Solo esa fe perdura, solo esa clase de templos, al parecer, redime al mundo de su tragedia. 

No, tragedia no, en ninguno de los dos es una tragedia este mundo, al contrario, ninguno como ellos para disfrutarlo, pero de esa manera que nadie, ni nosotros los lectores, alcanzamos a comprender del todo; esa forma de estar en el mundo tan diluida, tan transparente, inconcreta, ¿cómo lo soportan?, supongo que la respuesta está en los bares. 

Lo leemos desde fuera y algo adivinamos como algo se adivina cuando uno mira un cuadro abstracto, un hermoso y colorista kandinsky, por ejemplo, con sus rayas, sus colores contrastados e intensos, o flojos y desvaídos, pero un adivinar que si uno trata de transmitir en palabras se queda con el bolígrafo in albis, aunque sea azul, ¿qué digo yo ahora sobre esto? Nada, mejor callar. <<borrar todo lo anterior>>


Creo que sí que había misterio. Estos libros dan la impresión de que no se agotarán. Uno los está leyendo y está en ellos, como flotando, es un estar no un proceder. Es una sensación, un estado de ánimo. Si estuviera en el campo saldría a tumbarme entre los árboles y escuchar la brisa entre las hojas allá arriba y el ulular del viento entre los troncos, mirando pasar las nubes. Bueno, pues el equivalente en las ciudades era leer el Libro del desasosiego, y ahora, también, Ciudad Mori o Una casa en Salinetas.


viernes, 21 de julio de 2023

Historia de Mr. Sabas, domador de leones, y de su admirable familia del Circo Toti, de Anelio Rodríguez Concepción

La historia empieza con un entierro al que asisten el autor y un amigo. Este amigo descubre una vieja lápida y le hace al autor un ligero resumen que quién está enterrado bajo ella, lo que despierta en el autor el recuerdo de una fotografía que solía ver de pequeño, de unos señores, vestidos de uniforme algunos de ellos, posando detrás de un león abatido sobre unas piedras. 

Así se inicia la historia de Mr Sabas. El autor comienza a tirar del hilo y el hilo resulta mucho mayor de lo que se esperaba; porque, al final, el libro se convierte en un homenaje al circo y en general a esos trashumantes que vagaban de pueblo en pueblo, y de isla en isla, llevando su espectáculo a cualquier rincón. Tal y como se describe en El viaje a ninguna parte, de Fernando Fernán Gómez, novela en la que uno piensa directamente tras leer este libro (yo, al menos), esta vida no era nada idílica, más bien penosa, pero, sin embargo, animada de una vocación inquebrantable, como demuestra esta mujer, doña Lola, a la que el autor entrevista hacia el final del libro, que, aún a su avanzada edad, prefiere seguir viviendo la vida nómada que ha llevado toda la vida que permanecer en una cómoda morada firmemente sostenida sobre la tierra. 

Me gustan unos cuantos aspectos de este libro. Por ejemplo, cómo la memoria, el recuerdo, es algo distinto de realidad. El recuerdo se construye, supongo que de la misma manera que se construyen los mitos, narrándolos de boca a boca, añadiéndole y quitándole en cada narración conforme la sensibilidad de los tiempos hasta quedar depurado como una idea arquetípica que uno acaba aceptando como natural. 

La muerte de míster Sabas se recordaba como un suceso casi romántico, un bonachón domador que  no puede soportar la impresión de ver acribillado a balazos a su león (me vino a la mente Tartarín de Tarascón,  ese intrépido cazador de leones mansos). Sin embargo esta bella estampa se ve rectificada varias veces a lo largo del libro a medida que se profundiza en la investigación. Desde la historia que contaban sus propios parientes durante los espectáculos con las fieras, que refería que el antiguo domador, Mr. Sabas, había sido aplastado por las garras de uno de aquellos leones, hasta la confesión de doña Lola que dejaremos pendiente para que siga siendo una sorpresa de la lectura. A doña Lola le desagradaba aquella primera relación, la que se conservaba en el imaginario popular palmero, según el autor, de la muerte por pena, pues asociaba esa emoción con la cobardía y le parecía una ofensa que todo un domador de fieras pudiera morir de congoja, pudiendo morir en el heroico ejercicio de su profesión. 

Por otro lado, el proceso de investigación siempre es fascinante, y, sobre todo, cómo las pistas, las señales van surgiendo de manera casi azarosa cuando el investigador inicia el camino. En este aspecto recuerda uno aquella novela-investigación de Luis Junco, Entrelazamientos; allí más que aquí, pero en ambas evidenciado, se exponía esta sensación de que todo está conectado cuando uno se pone en sintonía con un determinado tema. Aquí, al autor le van apareciendo informadores que le van dando detalles, a veces contradictorios, pero otras veces le empuja hacia adelante haciendo desplegar la historia hacia ámbitos que no esperaba abordar. 

Su primera intención fue recoger homéricamente, es decir, por escrito, aquella historia casi ya olvidada del león que se paseó por Santa Cruz de la Palma una vez, y del domador que murió de pena. La consecuencia de esta narración es que despertó la memoria de muchos  que quisieron contribuir con su recuerdo a completar o rectificar la narración fijada por el autor – ahora lo que recuerdo es el reciente texto de Antonio Martín Sosa, Don Jeremías cuenta hasta cien, una de cuyas partes recoge, supuestamente, las voces de todos los testigos que quieren que su parte de la historia sea recordada – y estas contribuciones prácticamente le obligan a avanzar en un camino que creía limitado. Así se va desplegando esta pequeña historia del circo ambulante, intrahistoria dentro de la gran historia del circo.

Me gustan estas investigaciones noveladas que desvelan parte de nuestra historia de una manera amena, sin el rigor científico documental, pero sin traicionar del todo su metodología, casi convirtiendo el propio proceso de descubrimiento en una aventura. Aquí, en nuestra novelería local, o más bien regional, tenemos algunos ejemplos que ya he reseñado en este blog, mal que bien, como El guanche en Venecia, de Juan Manuel García Ramos, Las crónicas del salitre, de Emilio González Déniz, la mencionada Entrelazamientos, de Luis Junco, o El misterio de los Fili Cristi, de Daniel María. Podría considerarse todo un género literario, o al menos una rama del fértil árbol de la literatura que no solo no desmerece ante esa otra de la literatura puramente de ficción, al contrario, al aunar ambos espíritus se ve enriquecida y lo que le falta de una se ve satisfactoriamente compensada por la otra. Que no falten. 

Añado El hércules de las Islas Canarias y otras historias, de Alberto Quartapelle, que a pesar de ser historiador tiene una manera de contarnos las cosas que nos cuenta allí que adoptan ese aire novelístico que proporciona fascinación y deja en un si es no es la credibilidad, que será verdad y qué no lo será de lo que cuenta.

lunes, 17 de julio de 2023

Don Jeremías cuenta hasta cien, de Antonio Martín Sosa


 Premio Benito Perez Armas 2022. Al final para esto sirven los premios, para señalar, para resaltar, para destacar entre la inmensidad de publicaciones que uno puede leer. El azar está bien, pero es muy veleidoso. Tampoco es que estas recomendaciones sean certeras, los premios al final son una elección de un grupo de gente particular con unas ideas determinadas sobre el concepto de «buena literatura», que muy a menudo no coincide con el mío. 

En este caso es sorprendente que un texto como este haya sido premiado. Porque me ha gustado mucho. El hecho de que un texto me guste mucho, me temo, clasifica al texto entre lo raro. Es raro este texto. Pero es hermoso… no sé si hermoso, tiene ese toque melancólico de los tiempos pasados. 

Está ambientado en, diría, lo años sesenta, setenta, en un barrio, en pueblo más bien. Más bien de nuestra geografía, aunque no es que destaque por folclorismo. Es más popular que folclórico. Nada de gofio y naife y cachorro. Pero es un ambiente perfectamente reconocible por cualquiera de nosotros con una cierta edad, que hubiera sido niño en un barrio más bien de pueblo; yo, personalmente, del Carrizal. A esto me recuerda. A mis tíos y mis primos, al cura, a los chiquillos de la plaza, la tienda de Inasita o la de los Viera, al bar de Panchito o al de Rosita. Al Egido, a las fiestas del pueblo, con sus procesiones y sus verbenas, a los chismorreos, al tonto del pueblo, al borracho y a los mataos, etc. Están todos aquí. No digo los del Carrizal, los de todos los pueblos. En  este caso se llama Las Cándidas, y el autor se cubre, malamente, las espaldas afirmando: Tanto los hechos narrados en este libro como los personajes fueron todos imaginarios. Mentira cochina, dicho con mucho respeto. Yo he reconocido hasta a Pepito, que se liaba los cigarrillos con picadura y alguna vez nos dejó liar alguno y luego se guardó aquello para fumárselo después. O a Carajito que era herrero y no sé por qué mi abuela le pedía un mejunje raro para untárselo en los eccemas que le salían en los brazos a mi hermano. 

Exagero en la comparación, como siempre, pero es para que se hagan una idea del ambiente de este libro ya que no puedo hacerles una comparación para el estilo. Claro, preciso , concreto, a veces un pelín poético. Siempre con un tono muy inocente, no quiero decir infantil, porque no quiero que imaginen a Gloria Fuertes recitando sus poemas, sino que se imaginen a ustedes mismos con ocho, diez años jugando en el descampado a romanos con cañas haciendo de espadas. Aunque no hay un único personaje narrador, todo el texto tiene un tono muy inocente incluso cuando se relatan sucesos que en otra voz sonarían dramáticos. Aquí suenan cotidianos. Eso me gusta mucho. 

También me gusta que el texto está dividido en secciones que parecen intentar diversas técnicas. Las dos primeras partes son como estampas, muy cortas, que van introduciéndonos aleatoriamente, con sucesos descoordinados entre sí, a la vida del barrio de las Cándidas, que debe estar próximo a Cartaya porque hay una carretera que viene y va hacia allí. Y más allá estará San Sebastián, y los hoteles donde trabajan algunos. Un toque de extrañeza en el título de estas estampas, que yo no me explico: a la primera secuencia de estampas las llama Apero (Apero de don Jeremías en el patio, Apero de los turistas), en el título de esta sección hay una referencias al «cuarto de los aperos» . A la segunda secuencia las llama Olas (La ola del cura, La ola de Lorenzo). Son, como digo, estampas dispersas de la vida del barrio que van creando toda una impresión de conjunto. Luego prosigue con un texto más continuado aunque en realidad la continuidad es discutible. Se repiten historias, sucesos que se complementan, visiones desde otros puntos de vista de una misma situación. La cuarta parte vuelve a cambiar de forma y tiene el aspecto de entrevistas a ciudadanos de las Cándidas por parte de alguien que tiene el propósito de escribir un libro. Todos quieren que conste su parte en el libro porque es importante ¿Dije ciudadanos?, hasta hay un mosquito que cuenta lo suyo, y el fuego, que habla, y unas moneditas que también contribuyen con su historia. Todos tienen algo que contar o que callar. La última parte ya es la que me deja completamente desconcertado con esta historia de las tres relatoras y el rey Pelé. No sabría describirlo. Sin abandonar el tono general que adopta todo el libro, aquí la historia se vuelve más confusa, para mí, con un algo mitológico, no sé cómo decirlo. 

En términos generales es una lectura muy agradable. De esas que no dan ganas de abandonar, más que nada porque te familiarizas con ese ambiente que mezclas con esos mismos tiempos en tus recuerdos. Aunque hay tragedias, la forma de contarlas es tan falta de dramatismo, tan cotidiana que  uno casi no lo percibe como conflicto, sino como suceso ordinario, sucede lo que sucede, porque estas cosas pasan: una viejita se intentó tirar al estanque porque no quería vivir, y robaron en la casa del cura, y luis se cayó de la bicicleta y tuvieron que avisar a su hermana que trabajaba en los chales de los ingleses, los niños en el volquete del camión abandonado en el descampado se enseñan la pilila. Pues bueno, así sucedió. 

Me ha encantado, ya digo, este libro que contado de otra manera, más formal, más lineal probablemente hubiera resultado, testimonial, verídico, pero aburridísimo. (Me acuerdo, leyéndolo, del de Carmen J. Nieto, Las truchas sin freír, que tenía esta otra forma, sin llegar a ser, aburridísimo, resultaba, no sé, menos placentero en su lectura que este, más seco. También me viene a la memoria el inevitable Panza de burro, por lo que tiene de recrear una historia popular reciente, de nuestra tierra, allí centrando el tema en el lenguaje popular, que aquí se trabaja menos)

Recomendadísimo naturalmente con los matices de siempre, no es una lectura ordinaria de aventura, drama, pasión y sexo. Es un texto en el que probablemente muchos nos podemos ver reflejados (si andamos en una edad más próxima a los sesenta que a los cuarenta) y hemos vivido en zonas semi urbanas. La experiencia plenamente urbana siempre es diferente. Yo he disfrutado mis paseos lectores.

Salú y menos drama. 

miércoles, 5 de julio de 2023

Presentación Salón de África, en Casa de Colón

 Ayer fui a una presentación. La del libro de relatos Salón de África, de Ignacio Gaspar. Fue una de las más entretenidas presentaciones de libro a las que he asistido últimamente. Principalmente porque hablé yo también, desde el patio de butacas. “Tenían que haberme visto” como decía Rocky cada vez que le preguntaban cómo había ido el combate. A mí me anima no tener público, mis tonterías quedan más en la intimidad. Y que no me gusta exhibir mi falta de ignorancia frente a un gran auditorio. Los otros dos asistentes no tenían mucho que decir. Uno de ellos estaba interesado en saber qué significaba el término Fetasiano. Entre los tres, Nayra Pérez Hernández, la presentadora, Ignacio, el autor, y yo, enterao, le metimos un batiburrillo en la cabeza que si no le estalló allí mismo es porque el casco que encierra el cerebro es una olla a presión. Se habló de Isaac de Vega, de Rafael Arozarena, de Jose Antonio Padrón, de Fetasa, claro y cómo surgió el título (desconocía que fuera invención de Rafael), de Emeterio Gutiérrez Albelo y de Agustín Espinosa, ya que hablamos de surrealismo y de fetasianismo, y de influencias de acá y de allá, el boom latinoamericano, si llegó antes o después, etc.  Yo, del discurso de Nayra me quedé, como dice un personaje de un cuento de un amigo mío “con más o menos la mitad”, fetasiano, rural, realismo mágico, surrealismo, estilo personal. Ya se sabe, en los entierros se dicen unas cosas y en las presentaciones de libros otras. Hay quien a menudo dice en los entierros lo mismo que se dice en las presentaciones: que era un gran tipo, que todo el mundo lo quería, que la posteridad lo recordará para siempre. Pocos se habrán atrevido a expresar en una presentación lo mismo que se expresa en un entierro: le acompaño en el sentimiento. Yo creo que el sentimiento de Ignacio Gaspar era muy optimista. No le arredró el vaso medio vacío, él vio una sala atestada de gente interesada en su libro: uno es el infinito; tres, el más allá. Qué más se puede esperar. Estuvo en México, por lo visto, presentando Tragedia de Flor de Vidrio. Y volvió muy contento del acogimiento que recibió allí. Eufórico diría yo. Yo insistí en que su escritura lo merece, que es una escritura hecha para perdurar. Según el autor, es una escritura muy pensada, muy reescrita y sobre todo muy gustada. Es esencial y yo también lo creo así, que a uno le encante, le enamore su escritura (la suya propia). Si no hay pasión por lo de uno, pero verdadera pasión más allá de la mera gestación, no hay permanencia; que ya sabemos que uno tiene siempre su orgullo, pero luego, cuando pasa el tiempo, uf, Kafka quiso quemarlo todo, ya te digo.  En fin, uno tiene que gustarse antes de salir a gustar. Él habla de vocación, y yo creo que hay algo más, hay un proyecto literario en su forma de escribir, en su forma de concebir la escritura, en el estilo, en los temas rurales, que él insiste que son contrastablemente verídicos – ¿Pues no dijo que quieren hacer un mapa de las localizaciones de Baile de Tapados y superpornerla punto por punto a esa localidad chicharrera de donde procede ¿Charco del Pino? –. Yo dudaba de que tuviera coherencia esa retahíla de nombres de lugares que allí se mencionan, pero me trago mis dudas. También pregunté por la posible continuidad entre Baile de tapados y Tragedia de Flor de Vidrio, pero ahí negó rotundamente, son proyectos diferentes. A mí ambos me causan la misma impresión. Pero yo solo los he leído, tal vez una lectura más profunda este verano me aclare más. Son libros, que merecen relecturas varias, porque no se agotan. Y los cuentos, que nos perdemos y no hablamos de lo que vinimos a hablar, los cuentos tienen la misma esencia que las novelas. Es decir, no son intentos, no son ensayos, los cuentos son entidades completas también en sí mismos. A mí me da esa impresión. Estos relatos tienen entidad, no en vano han sido compuestos en largo espacio de tiempo. Es decir, han tenido mucho guiso a fuego bajo hasta conseguir darles el punto, como cuando se hace el caldo de pescado. Ahí comentó algunos de ellos, y aseguró que tales y tales otros personajes eran verídicos, su abuela, sin ir más lejos estaba por allí, y los paisajes y las rocas por las que triscan, te puede llevar de la mano y señalártelos. Es así como se construye el mito, con realidad sublimada. La fantasía no puede sostenerse sobre la nada. O sí, como las pompas de jabón, pero están huecas y flotan sin ton ni son, y de pronto, ¡plof!, desaparecen, se olvidan, mientras que el mito está sólidamente atado a la tierra, alimenta las raíces de las que nosotros obtenemos una parte de esa esencia que nos hace ser humanos. El mito es una forma de comprensión de la existencia, una forma de sentido. En fin, pasó un ángel, nos quedamos callados y se dio el acto por terminado. 

Yo saludé y me fui disparado a mear, no fue por mala educación. (ya sé, exceso de detalle)