martes, 27 de junio de 2023

Orilla es-con-di-te, de Pedro M. García

 

De mi fugaz paso por la feria del libro me traje dos cosas. Un saludo de Eduardo Reguera, aún sin comprarle ningún libro, aunque tengo curiosidad por el Gabinete de Curiosidades, habiendo ya curioseado su Comerciante de Ultramar, su Guía de una Ciudad Desaparecida y sus Aventuras del Capitán Hermes Norton; un autor que despierta mi interés por esa visión… yo diría que romántica del pasado, ensoñadora, que es diferente de esa otra visión que ofrecía, por ejemplo, otro libro que vi en la feria: Fuera de la portada, historia y recuerdos Las Palmas de Gran Canaria, de Benito Cárdenes Mateo, que me pareció, igualmente interesante, pero con más melancolía de tiempos vividos que ensoñación de tiempos no vividos, que es lo que ofrece Reguera… la otra cosa es este libro de Pedro M. García.



Allí estaba el hombre subido a su banqueta detrás de su libro. Yo iba con mi amigo Juanjo que lo conoció en la entrega última de premios de Cajacanarias. JJ. iba de acompañante, el pobre, quien se lucía era Nieves Delgado que recibía el premio de poesía. Pedro obtuvo el de cuento corto, en memoria de Isaac de Vega. Este libro también tiene galardón, fue escogido para la Nuevas Escrituras Canarias 2021 y por lo que a mí me parece muy merecidamente. Y si confiamos en esta elección tal vez convenga interesarse por los anteriores seleccionados. 

Yo soy bastante incapaz de entablar conversación con desconocidos; sin llegar a ser huraño, me escabullo en cuanto la conversación se complica más allá del hola qué tal; pero para eso tengo al amigo Juanjo que se acercó resueltamente. Y bueno, entre esto y aquello me quedé con el libro bajo la promesa de destrozárselo con una de mi fundamentadas críticas. Ahí va. 

Me ha gustado. El hombre lo describió como novela, aunque, titubeando, lo dejó en una serie de relatos pero amalgamados. No sé, por ahí. Eso es lo que es. En realidad son una serie de relatos pero muy bien arropados por una historia que los une. Los relatos son, por ejemplo, protagonizados por el mismo personaje, un tal William. Y lo pillan en diferentes etapas de su vida, infancia, adolescencia, juventud, madurez, ancianidad. Así que en conjunto relatan una vida. La forma de organizarlos es ingeniosa, por medio del juego del Escondite Inglés, por eso una parte del título; el guión entre las sílabas, entiendo, quiere representar al que, dando la espalda a los participantes, recita: un dos tres es con di te in glés. Los participantes son cada uno de los yoes de William a diferente edad; a medida que son pillados desaparecen y eso da pie a narrar su historia. Así proporciona una ordenación no lineal de la vida de William – que podría perfectamente reordenarse de cualquier otra manera –. No todos los relatos se ocupan de él: en el que corresponde a su edad madura, por ejemplo, nos encontramos con un relato dentro del relato; además introducido mediante una manera clásica, un fulano que, en un viaje en autobús, le cuenta al personaje, William, su historia. La historia del propio William queda aquí en segundo plano, pero sin dejar de avanzar su poquito. En la última historia tampoco interviene él. Esta rompe un poco con la estructura, incluso con el estilo  que han tenido hasta ahora los relatos anteriores. Hay, por ejemplo, humor, que no aparece en las otras historias. Vanora, que es una abuela terrible de William, surge aquí transfigurada, post mortem, y resulta un personaje extremadamente simpático. Al mismo tiempo, me pareció –que soy un sentimental–, que tiene su toque emotivo esta narración. Y por último, juega el autor con una forma de narración juvenil, que es lo que rompe un poquito con la seriosa narrativa de los textos anteriores, llegando incluso ofrecer, como en un tipo de libros juveniles, finales alternativos. 

Puedo decir que en cuanto a estructura me ha encantado este libro, está muy bien planeado y construido. Da, sí, una sensación de completitud, a pesar de que apenas son retazos de la vida del personaje lo que se cuentan. Es ameno, en su construcción, es ligero en su lectura, no mariposea con el lenguaje. Yo diría que es un poco dramático en su expresión y esto es probablemente lo que me hace tener la sensación de ser una escritura heredera de la narrativa canaria de los setenta. Yo diría que este hombre puede perfectamente ser englobado dentro de la herencia fetasiana, aprovechando que también le han dado – no lo he leído aún, pero caerá en poco tiempo – el premio de relato Isaac de Vega. A pesar de que el muchacho parece jovencillo creo que comparte poco con estos últimos éxitos de la creatividad literaria local (Andrea Abreu, Aída González Rossi, Nicolás Dorta, Meryem El Mehdati) y que su narrativa es más cercana a aquellos viejos autores. El personaje es un fetasiano buscando-se en un medio gris, desalentador, cotidiano, y alimenta dentro de sí pulsiones de grandeza que al final no quedan muy satisfechas – así resumo desde Fetasa hasta Cerveza de Grano Rojo o Tubalcaín –. Además, como primera novela es arriesgada, curiosa, sobre todo en su estructura, y en su edición, que hay un relato que obliga a seguir dos líneas narrativas paralelas, o esa misma idea de introducir varios finales alternativos a la manera de los juegos de rol o los libros juveniles. También el tono que describí como “dramático” es muy fetasiano y también se arriesga en eso rompiéndolo en el último relato que adquiere un aire juguetón muy distinto de los relatos anteriores, aunque sin que uno perciba que haya un rompimiento. 

A mí me ha gustado, creo que eso queda claro. Creo que aquí hay autor y estoy interesado en leer ese otro libro de relatos para confirmarlo. 

Hay otra cosa que me traje de la feria, que tengo que mencionarla: la visión de Samuel allí, en una de las carpas, la que recordaba al bueno de Alexis Ravelo, sentado, solo, en la primera fila, (había más gente en las otras filas) aplicadamente atento a la explicaciones de no sé qué autor. Nunca tan buen vasallo hobiera aquel buen señor



Descargo de responsabilidades: ninguno de los personajes mencionados en este texto se corresponde con un personaje real, todos son ficticios incluyendo al propio autor de este texto que se ha narrado a sí mismo de una manera completamente imaginaria. 


Post Scriptum: Olvidé mencionar varias cosas: primero, en uno de los relatos el personaje de William, ya mayor, tiene un bar, el Beatrice Bar. Es inevitable acordarse aquí del Barbara Bar de Eduardo González Ascanio. Este relato adopta, claro, el estilo, también clásico de contar la historia de los parroquianos de ese bar, unos locos que andan buscando un tesoro, aparte de hacer progresar la historia del propio William. La otra cosa es el Jazz, y eso también me trae a Eduardo González Ascanio que tiene otro de sus libros de relatos dedicado, al menos en el título, a la música. Yo juraría que en este libro hay más presencia musical que aquel de Ascanio. El personaje es saxofonista y los grandes nombres de ese instrumentos saltan cada dos por tres, en particular el de Coltrane y su genial 


A Love Supreme. Sin embargo lo menciono porque también estilísticamente comparten humildad en sus estilos.  Son estilos poco fogosos, entregados a la narración pero sin perderse completamente en ella. Es difícil explicarlo. Tienen presencia, pero como el acohol en los cócteles bien hechos, sin dejarse notar demasiado.

martes, 20 de junio de 2023

Salón de Africa de Ignacio Gaspar

Ignacio Gaspar, ya lo he dicho, poco más o menos, otras veces, es un escritor de los de antes. Su escritura es arte mayor, en el arte de la escritura, y quiero decir con eso que hay trabajo de construcción de frases, hay búsqueda, exploración de la forma de la expresión, hay un querer desear escribir como no escriba nadie, no por destacar, sino por abrir espacio, ampliar fronteras. Esto es antiguo. Esto ya no se hace. Ya no se escribe así. Ahora escribir es para que te lean. Ahora escribir es para vender libros si se puede. Para contar historias lo más simples posible y con crímenes, sangre y sexo por todas partes, para que capten a cuantos más compradores mejor. Ahora escribir es puro producto cultural, ya no es obra, ya no es arte. Ya no se leen autores como Ignacio Gaspar porque ya nadie tiene la paciencia de leer prosas como esa. No tanto como nadie, algunos viejos quedamos. Pero se pierde como un oficio antiguo este de la escritura. 

Sí, que quede claro. No es un autor de lectura fácil, Ignacio Gaspar. Pero no es un autor retorcido, ampuloso, no imita una escritura rara para que digan de él ¡oh, qué raro es, qué interesante! Quiero decir que no es una complejidad falsa, no es una complejidad añadida, va implícita en el estilo, en la forma en que Ignacio Gaspar parece entender la literatura. Esa forma vieja que digo, y que está pensada para durar. Porque eso es lo que quiero decir con que es una forma vieja, está pensada para durar, para trascender, para convertirse en intemporal. Incluso para ser reparada y seguir durando.

Porque tiene sus defectos. Lo que la hace, hoy, en tiempos de la perfección aparente de la Inteligencia Artificial, real, auténtica, humana. Otra de las viejas cosas que vamos a perder, la humanidad entendida como caer y levantarse, hacerlo mal y repetirlo hasta que salga bien, reescribirlo otra vez y otra vez hasta que la frase se deshaga en pura esencia o algo así. Hasta que no se distinga dónde está la magia, pero esté; no en el chascarrillo, en la gracieta, en el escándalo, en la contradicción, no en la materia de la frase sino en su espíritu – es que estoy leyendo unas cosas últimamente….

Al grano. Este es un libro de relatos. Todos de ambiente rural. Una ruralidad mágica, para mi gusto, una ruralidad de otro tiempo que no existió nunca. Pero que todavía algunos reconocemos, porque hemos tenido abuelos en el campo. No sé si lo verán de la misma manera los que han sido  del campo, de ese campo de hace cincuenta años para atrás. Del de nuestros abuelos con cachorra y cuchillo al cinto, olor a sudores arcaicos y manos historiadas, marcas de callos rellenos de tierra. De arrugas sin tratar. De historias de mucho trabajo sin perder nunca la chispa (artemi o arehucas) de la vida.  Es una ruralidad mítica la que revive la obra de Ignacio Gaspar (también en Baile de Tapados, en Tragedia de Flor de Vidrio, hasta aquí conozco), pero reconocible; de paredes de piedra, caminos con nombres geográficos y lugares con nombre de propietarios. De bernegales, acequias, barrancos, huertas, sacho, fincho, burros,...

¿Y qué cuentan estas historias? Cosas. No sé, no está ahí el quid de la cuestión según llego a comprender. Un niño atrapa una rana. Ese es el priimer relato. Un niño atrapa una rana.  No es cosa trivial, se cuentan muchas historias terribles sobre las ranas. Que echan veneno y te dejan ciego. ¿Será verdad o no? Una mujer cose junto a su pájaro que canta al ritmo de su máquina (una máquina singer, seguro, de pedal, negra, con su mueble de madera y su estructura metálica). Un hombre se pierde por los pedregosos caminos y se mata. Un grupo de jóvenes asisten, ocultos, a un akelarre de brujas. No se pueden describir los relatos desde el punto de vista de la anécdota que narran.  Habría que describirlos por la atmósfera que consiguen crear en el lector aplicado que logra acabar las larguísimas, y perfectamente consistentes, frases de Ignacio Gaspar. Es cierto que hay momentos en que agota, cansa mentalmente por el esfuerzo de concentración que exige mantenerse inmerso a través de la lectura en ese otro mundo, pero si lo consigues –y a todo se hace el buen lector –, experimentas esa sensación de haber estado en esa otra parte, como despertar en medio del sueño y sentir el sueño no como espectador sino como personaje. 

Esta es la impresión que a mí me causa la escritura de Ignacio Gaspar y así he tratado de comunicarla. Con esa pena que tiene uno de saberse poco escuchado cuando cree estar diciendo algo verdaderamente importante. Si mi leen, lean a Ignacio Gaspar, no lo dejemos perder.