viernes, 2 de julio de 2021

La mirada de Anelio sobre Galdós

 


Ayer fui a escuchar y conocer a Anelio Rodríguez Concepción en el Museo Pérez Galdós.  Un autor al que nunca he leído, por aquello de que nunca se me cruzó por delante ningún libro suyo, pero del que siempre he oído hablar más que bien, no solo como escritor, sino como persona y palmero que es. (Ya sabemos que ser canario es una condición del ser, del pensar, del hablar, que, por ahí fuera, muchos reconocen y otros confunden, a mucha honra, con la de sudamericano. Pero también sabemos la multiplicidad de maneras que hay de ser canario, una por cada isla y luego dentro de cada isla una por cada pueblo, etc. Unos la disfrazamos o simplemente las encarnamos menos y otros lo hacen de manera casi paradigmática, y yo diría que Anelio ejerce la condición de palmero de esta última manera, casi de definición de diccionario).

Habló de Galdós, pero fijándose en su mirada, esto es, en cómo mira en los retratos para los que posó. Contrastando con estos nos mostró Anelio los retratos de los otros grandes autores de la época con los que Galdós se mide sin ninguna merma, pero que, sin embargo, a ojos del público en general, no pareciera tan grande como ellos: hablo de Víctor Hugo, Tolstoi, Dickens... Y lo que se evidenciaba en esos otros retratos era, en efecto, la mirada, o más bien, la actitud, del sujeto. En casi todos sus retratos Galdós aparece natural, con gesto de ciudadano común, sin ninguna intención de aparentar el gran autor que fue. En cambio, en los retratos de los grandes hay como un propósito de hinchar el retrato, la figura que aparece en el retrato, de toda el aura y de todo el prestigio de que ya se saben revestidos; hieráticos, henchidos de sí mismos, o, más bien, de ese personaje literario que encarnan. Mirando hacia el horizonte (Balzac, en un gesto muy teatral) o directamente a la cámara con una fiereza, con una autoridad, con una imposición de presencia que provoca escalofríos de admiración rendida en el espectador: esa es la intención que pareciera investir al individuo que llena el retrato. 

En cambio, en los retratos de don Benito, siempre aparece esa carita algo achinada, con los ojitos chiquititos que miran con no sé si inocencia o picardía, con un aire infantil y algo malicioso que se enmarca perfectamente en ese gesto de sostenerse la cabeza inclinada con una mano como los chiquillos desinquietos que esperan con fastidio a que el fotógrafo pulse la pera y se queme el magnesio en un estallido de luz para salir corriendo.  Algunos son casuales como ese sentado en una piedra, en medio del campo, con atavíos, se diría de cazador. Y ese otro, en el que aparece repantigado en la pared, sepultado por una enorme capa o manta, y acariciando la cabeza de un perro que posa con más dignidad que él, ya en esta época con gafas negras de cegatón, pero no encuentra uno un retrato en el que aparezca con una de esas poses de autor (hasta yo tengo una) que parece que imponen su presencia y autoridad (ni tanto, la mía, más de autor guay).

Admira esta falta de necesidad de considerarse un grande; no creo que Galdós fuera humilde, ni creo que dejase de creer en la importancia de su obra; era autor, al fin y al cabo, y por lo tanto vanidoso, pero  no se refleja esa vanidad en sus fotografías, como sí se refleja en las de los escritores mencionados. Resulta evidente que Galdós no escribía para formar parte de una élite privilegiada de intelectuales cuya opinión fuera tenida en cuenta y su fama se extendiera por generaciones, que muchas veces esa es la ambición que empuja a muchos escritores, o al menos, de esas consecuencias acaban revistiéndose cuando ya adquieren buena fama. Yo creo que Galdós escribía por convencimiento, y por oficio, y todo lo demás le sobrevenía como consecuencia: lo bueno y lo malo.  Y tal vez ese fue su pecado, y lo sigue siendo -- hoy diríamos que no se vendió bien que, como sabemos, es el principal factor para que un autor cobre fama (luego, obviamente, debe tener una obra  bien cimentada en la que sostenarla) -- para no ser considerado definitiva y mundialmente a la misma altura que el resto de grandes de su tiempo. 

Pero al mismo tiempo esta actitud suya le granjeó enemistades. Sostiene Anelio que Galdós no era hombre de ideología, sí de ideas. Y es probable que esta coherencia fuera en su contra, alguien que con su actitud, pero también con su palabra, e indudablemente con su obra literaria, se negaba a abandonar su lugar entre los que se consideraba que pertenecía, denunciaba, de algún modo la traición de esos otros que procediendo del mismo sitio creían haber alcanzado un lugar en una especie de Olimpo por hacer lo mismo y no mejor que lo que hacía Galdós.

Me dejo llevar por mis propias palabras, pero en esencia esta era la idea que, a mi juicio, pretendía transmitir Anelio en su animada charla. Mostraba su contrariedad al percibir que quizá no se le había dado consideración suficiente a la celebración del aniversario de su muerte. Y hasta incluso, escandalizábase, autores de gran divulgación como Cercas (lo conozco, decía Anelio, y le voy a tirar de las orejas cuando hable con él) o Vargas Llosa (llamé inmediatamente a Juancho para que hablara con él) se atreven a decir que no era tan grande como se le pretende hacer crecer. Insiste Anelio en que esa opinión solo puede estar avalada por la falta de lectura de la obra galdosiana. Y yo opino igual.