martes, 29 de diciembre de 2020

Tubalcaín, setenta veces siete, de Jose Antonio Padrón

 Llegué a Jose Antonio Padrón por un relato de Rafael Arozarena que se lo dedicaba, y me pregunté quién sería Jose Antonio Padrón. Ya conocía, claro, esa idea de los Fetasianos, pero desconocía, o lo había olvidado, que es otra forma de desconocer, que hubiera sido este hombre el que formalizara la definición del concepto. Por lo menos públicamente, que, por lo visto, ellos entre sí discutían mucho acerca de lo que pudiera significar «lo fetasiano». 

No he leído ese artículo, todavía, tal vez lo haga, aunque, seguro, no me va a gustar. Prefiero yo inventarme mi propia definición de lo fetasiano a partir de lo que llevo leído. En fin, que busqué y encontré la única novela publicada de Jose Antonio Padrón. Aún tiene otra a medio terminar, pero ahí se quedará (publicada como quedó en sus Obras Completas a cargo de Roberto García de Mesa en IDEA, 2007) porque el hombre murió en el 93. Tal vez anden ahora juntos todos ellos por esos ambientes que creaba don Isaac, dando vueltas por una extraña e inquietante isla, tal vez desconociéndose, desconfiando entre ellos, sabiéndose muertos ya, pero de un modo que, recuerdan vagamente, se parece a estar vivos o a la manera en que ellos lo reflejaban en sus libros… Estoy ahora dándome cuenta de que los personajes de Isaac son una sublimación de los personaje se Rafael y de Jose Antonio, es decir, extraviados, en realidad sin rumbo, buscando cómo orientarse en un entorno que es amenazador por siniestro por falto de perspectivas, por gris, y en el que se mueven otros cuerpos que a ellos les resultan fantasmales, porque parecen vivir inexplicablemente adaptados a ese entorno, sin cuestionarlo, incluso, peor, defendiéndolo.

Y ya he planteado, más o menos de qué va Tubalcaín, setenta veces siete. Extraño título al que no le he encontrado justificación y con el que no me voy a enredar. Es una novela de varios personajes, aunque aparentemente destaque uno, Ingémino. No la percibo exactamente acabada, es decir la impresión que me causa es que pillamos a los personajes en un momento de su vida, los seguimos un ratito y los soltamos. Apenas hay una justificación para pillarlos, y apenas la hay para abandonarlos y eso da una sensación de incompletitud. Pero vamos a tratar de reconstruir las historias y luego ya trataremos de bailar un poco a su alrededor. 

Los tres personajes principales serían Reinando, Ingémino y Andrés Fernandez. La época es la posguerra, de forma imprecisa, porque yo diría que estamos en los comienzos de la década de los sesenta, pero sus historias o las causas de estas consecuencias, estarían en la época de la guerra y la posguerra. El hecho de que sea la universidad la que sirve como nexo de relación a estos tres y a otros que los orbitan los sitúa en una clase acomodada.

Ingémino es el más peculiar de los personajes. Me vino a la cabeza en los primeros capítulos en los que aún andábamos conociéndolo cierto personaje lateral de Arozarena en Cerveza de grano rojo, aquel pintor extravagante que se encuentra N Weinofer N en la pensión, llamado Lauro Tigre, niño rebelde de familia bien,que al final es definitivamente un adicto (un poco exagerada esa adicción a la mariguana). Ingémino es hijo de un comerciante que enriqueció durante la guerra con negocios poco claros. Su hijo mayor, un poco por rebeldía, se deja entrever, fue voluntario en la guerra y allá murió. A Ingémino le afectó esta muerte y ha desarrollado un carácter siniestro, vengativo, intrigante. Pero no parece quedarse ahí, ni parece tener un comportamiento maligno, aunque sí lo sea malicioso. Tiene una actitud cínica que no le permite entregarse a ninguna clase de fe, sea religiosa, sea política, las dos opciones que al parecer se ofrecen a estos personajes para salir de la falta de sentido en que se encuentran. Se rebela contra la hipocresía del entorno y contra la impostura. Al final parece que se ve obligado a asumir una cierta responsabilidad a causa del descalabro económico de su padre. Su carácter contrasta con el de Reinaldo que acaba de terminar el bachillerato. Reinaldo tiene más o menos claro su camino, hasta que tropieza con el extraño personaje de Ingémino que inocula en él la duda, o por mejor decir, le hace mirar más allá de la apariencia. Y por otro lado también está ese otro personaje, no menos raro, del ruso Nikolski, algo patético, admirablemente patético quizá, pero que, después de una admiración más cercana a la curiosidad que al deslumbramiento, acaba derivando en rechazo, al considerar su vida, sus dedicaciones, su bohemia, infructuosas. Reinaldo se decantará por la acción política más clásica, rechazada también por Ingémino por lo que tiene de adoptar razones de otros, gracias a la influencia de Ramiro, prototípico muchacho comprometido con el partido que considera traición a la clase obrera cualquier actitud que no sea acción  práctica y directa de la lucha marxista, o algo así.

Fernández es profesor de la universidad. Aunque también es de familia acomodada, su padre es un depurado por el régimen. Estuvo encarcelado algunos años por masón. Fernández ha tenido que luchar duro para conseguir su puesto en la universidad. Es de talante progresista aunque teme el compromiso debido a su historia familiar. Todos tienen en común un cierto desasosiego vital, aquellos más por su juventud, este ya por un desencanto de la estabilidad, una vez conseguidos sus objetivos materiales que le han costado duros años de trabajo. Todo esto, naturalmente, enmarcado en una ciudad de provincias, pintada completamente de gris, sin perspectivas, sin alicientes y donde para medrar hay que consentir en la hipocresía, los golpes de pecho y la rígida moral de apariencia.

Las tres historias son relatadas en paralelo; aunque se crucen entre sí, no están realmente condicionándose o determinándose una a la otra. Reinaldo e Ingémino son amigos, un poco por insistencia de Ingémino, que Reinaldo mantiene con él cierta prevención. Fernández es profesor en la universidad donde ambos estudian. Esos son sus puntos en común, pero al final claramente sus vidas se despegan, lo poco que pudieron haber estado unidas.

Yo creo que lo que más impresiona, en el sentido de percepción, de sensaciones, no en el de sorpresa, es la sensación de vacío, de grisura de la ciudad y del ánimo de los personajes; falta de objetivos o falta de perspectivas halagüeñas que les permitan creer en un futuro esperanzador, o algo por el estilo. Todos tienen una cierta conciencia de fatalidad, de inutilidad de cualquier acción, lo que no les lleva, tampoco, a entregarse al desaliento, principalmente porque son jóvenes. En cambio sí que contemplan como posible salida a ese vacío un camino de espiritualidad, de contemplación religiosa, a pesar o más bien como oposición a esas prácticas religiosas funcionales a las que se entrega la mayoría. Otra cosa que llama la atención es la visión pésima que muestra de la madurez. Hay ironía al tratar de los profesores de la universidad, en la celebración del comienzo de curso, hay desencanto con los padres que o bien están derrotados, a consecuencia de la guerra, o bien son unos bellacos que se han aprovechado de las carencias de los otros para enriquecerse, o bien son simplemente mansos bueyes  que acatan sumisamente la normativa vigente sin levantar apenas un mugido.

El estilo es muy funcional, nada de incomprensibles pero sugerentes expresiones poéticas, nada de frases ingeniosas para lucir la pluma; algunos capítulos, no obstante, se enredan en visiones oníricas muy complejas que están generalmente relacionadas con el ánimo perturbado de Ingémino. Que, con ser el personaje más destacado, para mi gusto, es muy zarandeado por el autor, que tan pronto lo convierte en un extraño loco impulsivo, como en un sibilino y astuto escrutador de las hipocresías ajenas, sin objetivo preciso, simplemente por confirmar sus sospechas. Intenta tener una ascendiente sobre Reinaldo pero con la evolución de este pareciera que le supera en madurez y decisión al final. Reinaldo sigue un camino que Ingémino rechaza por lo que tiene de guiado y de previsible. Y también rechaza el que le ofrece don Julián por lo que tiene de sumisión disfrazada de soberbia bajo la apariencia santidad.

Y se acaba la novela. Si el comienzo aprovecha el final de los exámenes de Reinaldo, el final aprovecha la crisis en la casa de Ingémino, todo lo demás queda, no en el aire, que no hay nudos por resolver, sino continuando más allá del texto. No sé, no se queda uno con una sensación de gran novela, como me pasó con las dos anteriores. Le falta un cierto afán de innovación de complejidad estilística o estructural como hemos visto en Arozarena, en Isaac de Vega, o después en Juan Manuel García Ramos. Hay algunos capítulos, los que he llamado oníricos, que hacen pensar que la idea no estaba lejos, pero al final la novela es esencialmente realista. Es curioso, sin embargo, que haya sido la que menos éxito haya disfrutado, siendo la que tendría más cercanía al gusto popular. Y por lo que se cuenta de ella, nació ya con falta de aspiraciones, que por lo visto la primera edición dejó mucho que desear y la presentación fue anunciada en los diarios el día después de que ocurriera.

sábado, 19 de diciembre de 2020

Tristeza sobre un caballo blanco de Alfonso García Ramos

 Leí Tristeza sobre un caballo blanco de Alfonso García Ramos cuando tenía tal vez dieciocho o veinte años. Y me resultó muy atractivo, aunque no hubiera sabido explicar entonces cuál era la trama exacta del libro. Soy, lo he comprendido posteriormente, ya muy mayor, un lector emotivo. Lo que me atrae de los libros son las sensaciones que me despiertan, y menos el argumento o el estilo. Que también, pero que, al parecer, olvido con más facilidad que aquellas sensaciones. Creo incluso que después de esa primera ocasión releí este libro, pero cuando inicié esta última lectura no sabía decir, salvo vagamente, de qué trataba. 

La primera impresión de esta nueva lectura es que está escrito con precisión, con claridad, sin falso estilismo, sin manías expresivas, sin latiguillos, «¿mentiendes?». Da la impresión de estar escrito con trabajo y con atención para dejarlo bien limado. Parece una tontería comentar esto, pero es un hábito que se ha perdido en estos tiempos, con la posibilidad de publicar sin ningún filtro, este de trabajar los textos hasta dejarlos esenciales, limpios de las manías de uno, que, tal vez por pereza, tal vez por falta de capacidad para segregar lo que es la torpeza del primer esbozo de lo que tenemos exactamente intención de escribir, acabamos llamando «nuestro estilo». 

Después de esta impresión, nos metemos en el prólogo, que nos recomienda, herencia multiplicada de la, yo nunca la comprendí, gratuita, recomendación de lectura de Rayuela, leer este libro de varias maneras: una, la habitual, secuencialmente capítulo a capítulo; otra por secciones. Bien, aquí está completamente justificada esa recomendación. Es más, tiene sentido la lectura secuencial y tienen sentido las secciones individualizadas. 

Una de las secciones, la primera por el orden en que van apareciendo, es la vertebral, podríamos decir «la realidad fundamental» del texto y las otras son derivadas de esta de un modo u otro. Por ejemplo, la segunda sección, la de los Tamaimos, es un relato que al parecer el abuelo contaba al nieto. El nieto, al final, acabará identificando a su propia familia con esa desventurada, por fantasiosa, familia de los Tamaimos.

La historia que yo he comprendido es la siguiente. Agustín es el hijo de María y Guillermo. Ha vivido siempre en la Casa que construyó el abuelo a su regreso de América. Volvió rico tras huir de la familia de una muchacha a la que amaba. Cuando regresó, ella había muerto y él penaba esa muerte cabalgando en un caballo blanco. Agustín considera que ha heredado esa tristeza del abuelo.

El abuelo tuvo dos hijos, Enrique y Guillermo. Ambos fueron muy excéntricos, muy poco centrados. A Guillermo se lo tragó la política. A Enrique se lo llevó un día su máquina del movimiento perpetuo, que le daba por ser inventor, aunque también fue místico y taumaturgo. María tuvo otras dos hijas, pero murieron muy niñas, así que Agustín se crió solo con su madre y con una criada, Juana, que siempre los acompañó. La pena de la madre por la pérdida de sus dos hijas la alejó de Agustín que se sintió siempre solo. 

La vida de Agustín es la vida de un cualquiera: niño en la escuela, señalado por ser hijo de rojo; estudiante en Madrid, atormentado por los tejemanejes de una noviecita, mientras, por otro lado, se acercaba a los movimientos de resistencia política; luego funcionario en la isla, viajando por los diferentes municipios. Especial atención a, sugerido, no mencionado, Garachico, donde pudo haber establecido una relación permanente con una muchacha, pero su indecisión terminó por desesperar a la chica, que optó por emigrar. Todo esto es transformado por la imaginación de Agustín y volcado en narraciones que suplen sus carencias vitales: una posible vida de emigrante en Venezuela, otra posible vida de médico en EEUU. Todas sin embargo terminan en fracaso y hundimiento.

Finalmente llega la liberación cuando un avión destruye completamente La Casa lo que da oportunidad a Agustín y a un hijo de Juana, probablemente también su hijo, de liberarse de las podridas raíces que los atan a ese lugar. 

El autor tiene más obra, entre ellas Guad, que es resumida en uno de estos capítulos. Esta es su última novela publicada, ya que fue póstuma.

La novela, para mi gusto, trata, en esencia, del desencanto de la vida. Un estado de ánimo debido a la lejanía, supongo, de los centros de movimiento cultural y político; debido también y sobre todo, al régimen político inmovilista y caciquil; y, en última instancia, debido a indigestión cultural y filosófica, que por eso se encauza a través de la literatura y del arte, pero siempre con un aire fatalista de irremediable desánimo. Don Alfonso no es exactamente un Fetasiano, sin embargo yo diría que se mueve en torno a esta órbita, aunque en cuanto al desarrollo de su novela, la encuentro más elaborada, más construida. En este sentido se acerca a Cerveza… de Arozarena, pero esta se acaba perdiendo en fantasías del personaje que simplemente trata con ellas de escabullirse de su insulsa realidad, mientras que los personajes de Arozarena, digamos que tenían objetivos claros en la vida, o que, por decirlo así, padecían por convicción cultural. Por último, el personaje de Agustín centra de algún modo las culpas en un fetiche, la casa, el abuelo triste, y al destruir ese fetiche queda liberado de esa maldición. El final es sin duda esperanzador. No así el final de Cerveza… y por lo que voy previendo, a pocos capítulos del final, tampoco Tubalcaín, de Jose Antonio Padrón

En resumen ha valido la pena releer este viejo libro que tenía entre muchos en mi altarcito de la memoria literaria y al que uno siempre teme volver no sea que quede destruida la agradable memoria que de él conservaba y se quede uno un poco más viejo después de perder otro recuerdo. No ha ocurrido así, mérito del autor.

martes, 15 de diciembre de 2020

Cerveza de grano rojo de Rafael Arozarena

 Acabo de terminar Cerveza de grano rojo de Rafael Arozarena. Como me ocurrió con Tristeza sobre un caballo blanco de Alfonso García Ramos, la abordé con  prevención porque, en el caso de aquella, la había leído de muy joven, y sí, me había impresionado, pero no es raro que las impresiones de juventud se vuelvan desilusiones posteriormente. No solo no ocurrió sino que volvió a impresionarme hoy, con un mayor número de lecturas a cuestas, lo que, tal vez, quiere decir con mejor criterio. Me pareció una novela soberbiamente escrita, con dedicación, con cuidado, no solo en la expresión, sino en la construcción de la trama que aborda una historia no necesariamente tan compleja, pero que es convertida en un maraña que desentrañar gracias a una sabia estructura, que sin embargo no está hecha para poner falsas dificultades sino para multiplicar las dimensiones de lo que de otro modo sería una simple línea argumental. 

De Arozarena he leído, claro está, Mararía, y nada más. No sé por qué. O sí lo sé. De los Fetasianos, yo era completamente partidario del estilo de Isaac de Vega, ese estilo oscuro, fúnebre, incomprensible, pero que provoca muchas sensaciones, que te sumerge en un estado de ánimo. Es uno de esos autores que lees una y otra vez y nunca sabes decir de qué tratan sus novelas –me refiero a un lector corriente, como es uno, sin ninguna aspiración a hacer de crítico– y sin embargo te sigue atrayendo leerlas y volver a sumergirte en esas atmósferas y volver a salir de ellas sin saber muy bien qué es lo que ha pasado, pero con una sensación de viaje, de haber estado en otra parte, muy lejos, muy distinto. Algo semejante me ocurre con Onetti, por mencionar. O me ocurría con las novelas de Camus. Sí, soy un lector impresionable, muy poco racional, muy sujeto a eso de la suspensión de conciencia. Por eso me gustan las novelas oscuras, complejas, retorcidas si se quiere. Todo lo que no era Mararía y por lo tanto nunca tuve el impulso de acercarme al resto de la obra de Arozarena hasta el otro día.  

El otro día fue que me encontré un… ¿cómo se decía antes?, una plaquette con un par de relatos de Arozarena y me despertaron de mis prejuicios. Uno era El extraño caso del timonel que me recordó a aquellas impresiones que me causaban las novelas de Isaac, y entonces me acordé que se decía de Cerveza de Grano Rojo que estaba más en esta onda Fetasiana, onírica, seca, náufraga. Y así llegué a ella. A través de la biblioteca y a pesar de un percance con la bibliotecaria que casi hace que renuncie a esta grata experiencia. (Cosas personales pero que tengo que expresar para airear mis demonios y que no se me pudran dentro, abrir la ventana y que el aire se lleve el mal olor) No obstante debo mencionarlo porque todo, así ha de ser, contribuye a la experiencia de la lectura.

El otro día aprendí a nombrar, y diferenciarlos al hacerlo, los conceptos de historia y trama. Dicho a mi manera, la historia es lo que se quiere contar de pe a pa, lineal, concreto. La trama es la forma de abordar esa historia, cómo hacer que la narración la vaya desvelando. La trama es la verdadera obra del autor, la historia se le puede ocurrir a cualquiera y a la vista está que el número de historias es bastante limitado, apenas hay cuatro cosas que contar, pero infinitas maneras de contarlo. 

La historia, con los huecos que olvido o que no atrapo podría ser la siguiente. 

Hay un pueblo marino, Sonora, en el que se ha instalado un alemán, al que llaman El rey del atún porque posee y dirige una empresa de pesca atunera. Estamos en la posguerra española y guerra europea y el alemán es partidario de Hitler. Barcos y submarinos alemanes se aproximan con frecuencia por la costa en busca de combustible y provisiones. El alemán tiene dos hijos. Uno de ellos es el orgullo del padre, se ha alistado al ejército y lucha bajo la insignia nazi. Lo traen a casa herido y aprovecha para engendrar un hijo en una tal Rosana, este niño será Rafael. Luego vuelve a su oficio de matar y el barco en el que lo ejerce acaba tocado y hundido durante el juego de la guerra. Rosana trabaja de criada en la casa del alemán y al parecer no está muy bien de la cabeza. Es hija de Jacobo, un amigo del otro hijo del Rey del atún,  N Weinnofer N, todo lo contrario de lo que el padre hubiera querido, es artista  Concretamente escultor. El padre lo echa de casa cuando este insiste en seguir su vocación y para conseguir dinero organiza, junto con un egipcio que recaló un día por la costa y se quedó a vivir, una plantación y distribución de mariguana utilizando como envase, y aprovechando las habilidades taxidermistas del egipcio, los atunes del padre. Pero los pilla la policía y encierran al egipcio. N Weinnofer N persigue la obra ideal, que nunca llegará a realizar, en forma de una escultura perfecta. Ya tiene el modelo, Nati o Nut, hermana de Rosana, pero aún le falta el espíritu, la inspiración, el ángel, que trata de lograr simplemente contemplando el cuerpo de Nut. N Weinnofer N está casado, pero su esposa murió en un accidente tras el que él quedó cojo –siempre usa un bastón con la cabeza de una diosa egipcia y viste traje gris perla muy elegante–  . Dejó dos hijos, Horacio y Ner. N Weinnofer N parece que siempre supo que nunca conseguiría terminar su obra y por ello ha influido en su hijo para que este la termine. En efecto, es asesinado por unos fascistas. (Esta muerte prácticamente es el comienzo de la novela mientras que el asesinato solo se desvela al final). El talante del Rey del atún se conoce también desde el principio de la novela cuando va a buscar el cadáver del hijo (que ha conseguido sobrevivir al disparo y alcanzar la casa en la que vive con Nut para terminar muriendo allí junto a ella y Rafael, que parece también convivir con ellos en la casa) y lo transporta, supuestamente para enterrarlo, en una de sus barcas de pesca, pero por el camino descubre un banco de atunes y exige a sus pescadores que dejen todo y se pongan a pescar. La carga es tan pesada que tienen que deshacerse de todo lo superfluo, incluido el cadáver de su hijo. Hor(acio)us, Nut, Ra(fael),  Issatus(Isaac) y  Nur organizan un aquelarre a modo de oficio de difuntos justo el día del Carmen. 

Años después andan todos vagando por la ciudad. Rafael es medio poeta medio vagabundo, se dedica exclusivamente a la contemplación. Horacio sigue por todas partes los pasos de su padre y su objeto es reencarnarle para culminar su obra. Isaac es un personaje excéntrico, puesto que no está relacionado con la familia del alemán, es simplemente un amigo de Rafael medio brujo medio iluminado que también deviene escritor, maestro de oficio, que termina por abandonar falto de sentido (una de sus novelas, que Nur oye comentar a unos muchachos en un cafetín de la ciudad es Fetasa). Después de vagar por la ciudad todos acaban recalando en la casa del árbol en donde Horacio pretende culminar la obra de N Weinnoffer N, por fin, pero entonces descubre la imperfección del embarazo en el cuerpo de Nut y la obra queda pospuesta.  Años después encontrarán el cuerpo de Horacio hundido en el mar, atado al lastre de su escultura sin terminar. 

Con muchos olvidos y detalles no incluidos porque entonces tendría que reconstruir la novela, esta sería la historia, pero  no la trama. La trama salpica la historia a lo largo de libro, en secciones que alternan las voces o las narraciones sobre los diferentes personajes. El único que habla en primera persona y que podríamos nombrar el narrador, es Rafael. Las historias de los demás personajes son referidas por un narrador con conocimiento íntimo de aquellos y que muy bien podría ser él. Yo percibo dos partes en la novela. La primera es más lineal, por decirlo de algún modo, no abandona el hilo narrativo hasta culminar en la gran fiesta del aquelarre mencionado. Después las historias se desflecan y asistimos a escenas con cada uno de los personajes mencionados, incluyendo vueltas al pasado para conocer detalles de las andanzas de N Weinnoffer N (el auténtico protagonista de toda la novela) en la ciudad, y en estas historias reconocemos elementos que las ponen en contacto –aunque inadvertido por los personajes– unas con otras. La información, que yo he convertido en historia, se va destilando muy poco a poco y  uno tiene que ir reconstruyéndola prestando mucha atención sin distraerse con multitud de secciones que podríamos llamar oníricas y que están justificadas por ejemplo por la ingesta de alcoholes o la aspiración de inciensos o simplemente por la locura fantasiosa en la que viven inmersos los personajes nada conformes con resignarse a languidecer en una vida de sumisión al mundo siniestro que les rodea.

Respecto al estilo de escritura de don Rafael, envidiable. Se deje llevar por unos raptos poéticos que incurren en ese tipo de frases que uno se queda rascándose la cabeza o se meta a narrar con precisión un hecho concreto o se lance en uno de esos torbellinos verbales que tienen por objeto comunicarnos la locura que domina la escena o la mente del personaje, nunca te parece que esté echando palabras por echar, te da una sensación de control, de ritmo y de exactitud. Y, en esto se diferencia de Isaac, he descubierto después en mis relecturas de este, te da una sensación de cuidado, de revisión, de querer sonar bien además de bien comunicar. Con Isaac a veces uno se satura de tanta adjetivación y se molesta con algunas construcciones que le parecen a uno, soberbia ha de ser, pobres por excesivamente retorcidas, envaradas, hasta pedantes. 

Me ha sorprendido esta novela y me avergüenzo de no haberla leído hasta ahora. Como me avergüenzo de no haber sabido, o querido saber por mejor reconocer, de José Antonio Padrón, del cual pienso leer a continuación su Tubalcaín, setenta veces siete