lunes, 24 de octubre de 2016

Memorias de un desmemoriado: el crepúsculo de un escritor

El jueves 20 de octubre vino al museo Pérez Galdós Anna Caballé Masforroll a hablarnos de don Benito con la excusa de los 100 años de publicación de su Memorias de un desmemoriado.

 Y lo cierto es que del libro se habló poco. Como se dice vurgarmente: lo pusieron a caldo. Que si superficial, que si texto circunstancial escrito por encargo para no sé que publicación periódica, que si más que memorias resultó un libro de impresiones de viaje. Definitivamente un fiasco como libro biográfico.
Pero se habló de Galdós, que es a lo que se va allí, no a admirar ciegamente, no a decir que todo lo que toca el maestro se vuelve oro literario, sino a recordarlo, a tenerlo en cuenta y a decir que si bien sus Memorias resultaron poco convincentes, toda su saga de Episodios Nacionales son la mejor memoria de la España del siglo diecinueve.
Y de toda ella, vino a apostar doña Anna, Cánovas, el último de sus episodios, encarna, mejor que las propias Memorias, el estado de ánimo de aquel anciano, casi ciego, mundialmente afamado, y sumido en la miseria, que por tres veces fue desbancado por algún otro, quizá tan digno como él, de la cátedra literaria del Nobel.
Y lo más indigno no fue que por tres veces erraran, tal vez, los dignos miembros de aquel consejo, sino que las razones de más peso para borrar su nombre de la lista de los autores más grandes - después de haberlo escrito a lápiz por si acaso, no como el de Bob Dylan, que lo escribieron a bolígrafo antes de comprobar y ya tuvieron que dejarlo - provinieron de la propia España de nuestros demonios. Pues al parecer aquellos señores se aseguraban previamente de que hubiera un cierto consenso a la hora de designar un nombre para el premio, y cuando mencionaban ese nombre en España se desataban todos los demonios, en particular los de la Iglesia Católica y Apostólica y además Romana, con la cual don Benito no tenía exactamente lo que se dice un buen llevar.
De ella y de otras instituciones no menos relevantes, como la Real Academia Española, a la cual el propio don Benito pertenecía, que le negó su apoyo casi al completo (4 despistados que consideraban a la letra N el mejor novelista de las Españas y su extinto imperio), se desataron tormentas de misivas hacia Estocolmo levantando airadas voces en contra de esta nominación.
Y tal suceso no ocurrió una vez (1912), ni dos veces(1913), sino tres (1915). Con lo cual tenemos el record mundial como país de intentos cumplidos de impedir que uno de nuestros grandes consiga un premio Nobel; a ver si algún otro paisillo del mundo está a la altura de esgrimir tales banderas... La altura del betún y hasta de las cloacas que es al parecer nuestra mayor afición.

Ya en Cánovas nos advertía don Benito que, en una especie de profecía dicha, en la época, la verdad, sin mucha imaginación, pues tales eran los mimbres con que se tejían los cestos entonces que no había manera que profetizar un futuro halagüeño para este país, que estábamos destinados a ser pasto de clases medias que se alineaban con los poderes que les escatimaban el pan y la sal, con los agiotistas y los salvapatrias, que les prometían con la sonriente faz mientras les robaban a manos llenas de los bolsillos, y ellos seguían sonriendo bobamente y temiendo al pueblo bárbaro e ígnaro que no se conformaba con su condición  y pretendía, muestra de su barbaridad y su ignaridez, comer todos los días y aún esperar de mañana un mejor porvenir.
Pero veamos cómo lo dice exactamente a Tito Liviano su augusta Madre:

«Hijo mío: cuando a fines del 74 te anuncié en una breve carta el suceso de Sagunto, anticipé la idea de que la Restauración inauguraba los tiempos bobos, los tiempos de mi ociosidad y de vuestra laxitud enfermiza. La sentencia de mi buen amigo Montesquieu, dichoso el pueblo cuya Historia es fastidiosa, resulta profunda sabiduría o necedad de marca mayor, según el pueblo y ocasión a que se aplique. Reconozco que en los países definivamente constituidos, la presencia mía es casi un estorbo, y yo me entrego muy tranquila al descanso que me imponen mis fatigas seculares. Pero en esta tierra tuya, donde hasta el respirar es todavía un escabroso problema, en este solar desgraciado en que aún no habéis podido llevar a las Leyes ni siquiera la libertad del pensar y del creer, no me resigno al tristísimo papel de una sombra vana, sin otra realidad que la de estar pintada en los techos del Ateneo y de las Academias. 
La paz, hijo mío, es don del cielo, como han dicho muy bien poetas y oradores, cuando significa el reposo de un pueblo que supo robustecer y afianzar su existencia fisiológica y moral, completándola con todos los vínculos y relaciones del vivir colectivo. Pero la paz es un mal si representa la pereza de una raza, y su incapacidad para dar práctica solución a los fundamentales empeños del comer y del pensar. Los tiempos bobos que te anuncié has de verlos desarrollarse en años y lustros de atonía, de lenta parálisis, que os llevará a la consunción y a la muerte. 
Los políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una Nación; no remediarán la esterilidad de las estepas castellanas y extremeñas; no suavizarán el malestar de las clases proletarias. Fomentarán la artillería antes que las escuelas, las pompas regias antes que las vías comerciales y los menesteres de la grande y pequeña industria. Y por último, hijo mío, verás si vives que acabarán por poner la enseñanza, la riqueza, el poder civil, y hasta la independencia nacional, en manos de lo que llamáis vuestra Santa Madre Iglesia. 
Alarmante es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia que invade el cansado cuerpo de tu Nación. Declaraos revolucionarios, díscolos si os parece mejor esta palabra, contumaces en la rebeldía. En la situación a que llegaréis andando los años, el ideal revolucionario, la actitud indómita si queréis, constituirán el único síntoma de vida. Siga el lenguaje de los bobos llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento... Sed constantes en la protesta, sed viriles, románticos, y mientras no venzáis a la muerte, no os ocupéis de Mariclío... Yo, que ya me siento demasiado clásica, me aburro... me duermo...». (de Cánovas, de Benito Pérez Galdós)

Y así, tan tristemente, concluyó poco más o menos la charla.

1 comentario:

  1. Todo lo que leí (la letra grande, la vista no me da para la chica), me gustó.

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