sábado, 21 de noviembre de 2015

Un Sudario

Todo lo comentado aquí es de mi exclusiva responsabilidad, extraído a partir de mis propias conclusiones, así que no lo vayan a confundir con la REALIDAD. 

Rafael José Díaz 
Así se firma el poeta que ayer, en la casa-museo Pérez Galdós, presentó libro (Un Sudario) bajo la protección de don Eugenio Padorno, a la derecha, y don Oswaldo Guerra, a la izquierda. Don Oswaldo venía como representante de cultura del Cabildo y como amigo del autor; don Eugenio venía en calidad de pope académico de la poesía de este ala del archipiélago. 
 Yo desconocía por completo a este poeta, y, a la vista de los asistentes, o bien es un severo defecto de mi cultura literaria local, o estaba asistiendo a una reunión de alumnos y profesores del curso del ochenta y dos (por decir una fecha cualquiera). Por allí se acercaron Emilio González Déniz, Santiago Gil, Antonio Puente, Juan Carlos de Sancho, y algunos otros y otras que reconozco, pero cuyo nombre no he conseguido memorizar. 
Comenzó la charla Oswaldo, recordando su amistad con el poeta y dándonos un perfil de su biografía, literaria y también vital, a partir de sus encuentros. Su procedencia es chicharrera, pero actualmente reside en Madrid. Es maestro y casi seguro que su especialidad es o bien filología o bien idiomas. Ha residido en Alemania y tiene algunas traducciones. Trabajó en el sur de Gran Canaria antes de emigrar a Madrid. Su primera publicación data de 1997, y desde entonces ha editado varios libros de poesía, alguna antología (propia), ensayo y prosa íntima, que es como llamaríamos a unos textos con carácter de diario. Yo le echaría unos cuarenta y pocos años. (Todos los datos técnicos son fácilmente comprobables, pero no me gusta masticarle demasiado la comida al lector; y que tampoco me interesan por el momento) También mantiene un blog que declara: laboratorio de experimentación
 La reseña de Eugenio Padorno me resultó incomprensible. A mi juicio, consistió en un análisis organoléptico, morfológicos y físicoquímico del libro, del que apenas faltó mencionar su resistencia al aire, la capacidad de absorción de líquido a temperatura ambiente y el peso −dato que aportó el autor al inicio de su turno; olvidé anotar el número, pero alrededor de ciento y pico gramos− que hacía pensar en la poesía como en una ingeniería. 
 El autor se defendió bastante mejor. Aunque tiene un tono, su poesía y él mismo, que a mí se me antoja rígido, académico, partidario de una poesía que me parece acumular ya demasiados lugares comunes en los temas, en la forma de abordarlos, en las expresiones engoladas de que se abusa para dar sensación de alta poesía, frente a la poesía de iletrado que podamos practicar los bárbaros, los que somos incapaces de meter a Rilke, Novalis o Hölderling en una conversación. 
 Y no obstante me gustó el tipo. Porque da la impresión de que cumple con aquella frase con que poco más o menos terminó don Eugenio: ya que vida y poesía no deben diferenciarse. Por su manera de explicar la génesis de los poemas, por cómo hablaba de lo que creía expresar en ellos y por cómo expresaba sus ideas acerca de la poesía y del mundo en general, me pareció que, bueno, tal vez merecía la pena cabrear un poco a la cónyuga atestando un poco más las atestanterías, lo que de algún modo es cumplir con un destino.
 El personaje que flota por esos poemas es un tipo no exactamente solitario, sino que gusta de la soledad y de la naturaleza, que observa el mundo y transforma esa observación en sensaciones más que reflexiones, aunque la proximidad de una a otra pueda confundirlas. También da una impresión de interior, es decir, uno se percibe encerrado en su interior asistiendo a esa observación y no fuera experimentando un paisaje. Apenas poco más puedo decir. 
Supongo que no todas las brevedades son perfumes.