lunes, 11 de marzo de 2024

Libro de Familia, de José A. Alemán

 Pues no se me quita esta manía de leer;  diosito me guarde la vista y las ganas, aunque a cambio tenga abandonada la tierrita de mis padres. En fin, que he vuelto a tropezarme con un libro de don José A. Alemán. Ya conté uno suyo ahí más atrás, y tal vez no hablé del todo bien. No lo puse por las nubes, no dije que sería injusto que no fuera el próximo premio Nóbel, ni siquiera que era una de las grandes novelas de la literatura canaria. Pero me gustó. Me caía bien don José, su socarronería aplicada a darle de qué avergonzarse a los políticos. Aunque yo de política menos que de poesía, que nada.  Y me gusta su manera de escribir y la forma de abordar que tiene estos relatos, aquellas historias, que es una manera  de alguien que juega, que se entretiene con la escritura, que no cree que esté poniendo una piedra fundamental en ningún edificio sino que escribe por el gusto de hacerlo. Ya está uno un poquito harto de profesionales de la escritura que escriben todos iguales porque a todos conviene dirigirse al Imbécil Fundamental que es multitudinario y da más renta que dirigirse a los imbéciles particulares que vaya usted a saber por qué razones se interesan por tu obra, y que son tan pocos y nunca ha manera de contentarlos de seguido. El caso es que he vuelto a leer un libro suyo y ha vuelto a no ser La Quimera del Islo,que es la única novela que le conocía y que nunca leí. Veremos a ver si. Este es Libro de Familia. 



El libro de familia es un recetario, en verdad. Uno de esos libros en los que se van anotando recetas que nunca llegarán a guisarse, peor en años de escasez, cuando no hay con qué y uno lee las recetas por el gusto de salivar, pero también habiendo uno se olvida, lo olvida en cualquier rincón y no aparece hasta años después que se recupera. Así nos lo cuenta el quinto relato. Uno que, por cierto, me recuerda al final de La ciudad del Vacío (2007)  donde el autor parece que pierde el tino y no sabe cómo recuperarlo pero sigue escribiendo, incluso acudiendo a la escritura automática, confiesa, para descubrir, como cuando nos empeñamos en mirarnos muy al fondo, que uno no tiene gran cosa dentro, y que todo es cuestión de esperar a que brote un manantial cuando sobre lo que quiera que rebose. Nuestro autor hasta se inventa, como recurso manantial,  un personaje que le dicta la última historia. Pero vayamos por partes.

El libro toma la apariencia, como dice el título, de un Libro de Familia. Hay un narrador que une, más o menos, las historias que se narran. Y los personajes principales pertenecen a una misma familia, que se remonta nada menos que hasta un rey, el famoso – para los historiadores y para quienes hemos leído a Fernando Pessoadon Sebastián. Rey, que llegó a ser,  de Portugal y primo de Felipe II, por cuya razón este llegó al trono luso tras la desaparición de aquel en no sé qué batalla en África, aquí muy cerquita, por lo visto – léanlo en la sincopedia –. Pues no murió ( es una de las posibilidades que deja abierta la Historia), como Elvis o Hitler. Y, como a ellos, aún hay gente esperándolo. Aquí, en el último relato, se cuenta que, con un grupo de supervivientes, arribó a las islas y que Felipe ordenó severamente su custodia, bajo férreo secreto, al señor del Castillo del Romeral (Nunca he ido al Castillo del Romeral. Hubo un castillo dicen, que luego fue casa fuerte. Por allí se cultivaba la sal, que en tiempos fue casi oro). Allí se casó y allí se multiplicó y allí le enterraron sin que el mundo se enterara. Tuvo descendencia en la imaginación de don José y ahí nació esta familia. 

Empezando por don Amaranto, un chiquillo desinquieto que le tenía afición a las máquinas y que mandaron a París, por quitárselo de encima, a que estudiara con Agustín Betancourt, el celebérrimo canario cuyas industrias despreciaron en este país de Dios y se las vino a llevar nada menos que a la madre Rusia. Otro tesoro que nos arrebató ese país de los demonios. Amaranto se goza, junto a don Agustín, un viaje a Londres, a conocer los telares automáticos de Jacquard, que más tarde le acusaría de plagio de ideas, primeras aplicaciones de las máquinas de vapor. También se gozó un cachito de la revolución que acabó con la Ley y el Orden de Dios en la Tierra, dejando este caos en que nos han sumido las clases subalternas, y prólogo a la peste del comunismo satánico. Tuvieron que salir por pies para qué os quiero y uno se fue a Rusia (todavía era una Rusia buena, con zares y princesitas y mujicks graciosos y monjes bestiales) y el otro se volvió a la cagadita de mosca en el Atlántico. Aquí intentó elevar el nivel industrial e intelectual de los paisanos, pero se topó con el techo de cemento de la Santa Mare Iglesia. El hombre acabó, por supuesto, tomado por orate y retirándose al exilio interior de su casa de él, que quedó para la segunda historia. 

La segunda historia nos habla de la tía Genoveva. Era una niña cuando don Amaranto le dejó su herencia, la única de la familia que contaba con sus simpatías. Su historia tiene que ver con un asesinato. El de un joven y apuesto predicador que tenía tal mano para convertir señoras tibias a la ardiente fe verdadera, que no había macho que no lo quisiera mandar a todos los infiernos. Y alguno fue que lo descalabró. Doña Genoveva, al parecer, tintineó un poco de la cabeza. Se empeñó en santificar al hombre y un día desapareció sin que se supiera nunca más de ella.  El crimen se resuelve a satisfacción de todos, la curiosidad y los lectores de buena voluntad. La casa se la quedan los curas. 

Y mucho no les debió gustar a los curas la casa, después de alguna mala experiencia del obispo Pascual que años después, ya a la altura de cuarto relato, aparece abandonada. Son años de sequía y todo es sed y polvo y hambre, por falta de comer, que no por ganas. Donde único se puede encontrar aún un poco de agua es en la casa, y allá que se van las raíces de cuanto vegetal vivo queda por la zona. Y fueron tantas las raíces y tanta el ansia con que debieron entrar a beber que acaban derrumbando la casa y haciéndola desaparecer hasta los mismos cimientos. En el juicio concluyeron claramente que era imposible que hubiera habido allí una casa de las dimensiones que decían pero que “la existencia o inexistencia de la Casa Grande resultaba irrelevante frente al designio de derribarla de Juan Canario. La intención es lo que cuenta y esta concurría sin ningún género de dudas…” Y así condenaron al pobre Juan por aquello. 

Hay más historias, la del tio Paco, que no me caben en este hilo narrativo, la de Barbara una hermosa mujer que fue rescatada de entre los muertos y por ello repudiada por todos que se empeñó en descubrir la tumba del rey don Sebastián y no se murió sin conseguirlo. Y dentro de las historias hay otras pequeñas historias que será divertido conocer si se acercan a este librito que por lo menos en mi caso ya forma parte de la Historia de la Literatura Canaria que me quedaba por conocer. 

De estilo y maneras no hablo porque fuera de ese tono socarrón que nunca le abandona, de ese injustificable anticlericalismo cuando tanto le debemos a la Santa Institución, sobre todo atraso, culpa e hipocresía, el estilo es de esos que no se ven, que cuentan sin hacerse notar. Otros sabrán hablar mejor de personajes bien perfilados, de metáforas y otras zarandajas de la matemática filológica. 

 Prometo sinceramente que más adelante terminarán por leer una reseña de mi lectura de la Quimera.  Si es que hay alguien, para entonces, que todavía lea estas cosas. Yo la escribiré seguro. Tan seguro como estoy de todo mañana. Salud. 


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