martes, 28 de diciembre de 2021

El árbol del bien y del mal, de J.J. Armas Marcelo

 El número 48 de la Biblioteca Básica Canaria. Está claro que estoy en un proceso revisionista. Este libro tampoco lo había leído en su momento, ni este ni ninguno de los de J.J. Armas Marcelo, y supongo que ya ha llegado el momento. Hace años que tengo en la estantería otro suyo de carácter histórico, es de suponer, porque trata de un personaje de la independencia americana. Más de una vez lo he pillado y ojeado y he vuelto a dejar allí. No sé, hay un cierto rechazo, una procrastinación selectiva. Yo qué sé; que me cae mal el autor o algo. Cuarenta y siete años desde la publicación de su primera novela, El camaleón sobre la alfombra (sé que alguna vez lo tuve en las manos, tal vez si rebusco por ahí descubra que aún lo conservo) y a dos o tres o cinco de conservar en la estantería La noche en que Bolivar traicionó a Miranda consiento por fin en leer una novela de Juancho Armas Marcelo.

Mis primeras impresiones son, claro, que hay mucho e indisimulado, de –como él mismo declaró, por lo que dice en el prólogo María Rosa Alonso, en su primera publicación (en Inventarios Provisionales, una remota impresión que editaban él mismo junto a Eugenio Padorno, que incluían una serie de relatos titulados Monólogo)– , “Julio, Mario y Gabo”, y muy poco de autores las islas, del momento o de momentos anteriores. La influencia del último es la que se hace más notoria por tener un estilo más definido, más concreto, más temático concomitante con el de esta novela que va de caciques fornicarios y generaciones familiares en decadencia. 

Reconozco que al principio leía con prevención, como cuando uno teme el engaño y no acaba de entregar completamente la confianza, pero he de admitir que hacia la mitad del libro me descubrí leyendo a gusto, ya sabiendo en qué ámbitos se está moviendo y qué es lo que se puede esperar. Y se disfruta de la lectura y de los sucesos por extraños o caprichosos que sean.

Que lo son, extraños y caprichosos, los sucesos que se narran. Caprichosos, porque no percibo una razón, una necesidad para todo lo que se cuenta, es decir, creo que lo que sucede va siendo creado al hilo de la fantasía más pura, por más que hayan puntos de contacto con la realidad, meramente simbólicos, meramente referenciales, pero sin ningún propósito de que creamos que el relato pretende hacer referencia de algún modo a este mundo nuestro de aquí fuera. 

Nos cuenta doña María Rosa que el nombre del personaje del patriarca don Francisco de Rejón, al menos hace clara referencia a un personaje relevante de Agaete (¿tal vez Francisco Bethencourt de Armas?, por lo visto pariente en algún grado del autor); la ciudad o isla de Salbago podemos presumir que es más o menos Las Palmas de Gran Canaria, por más que no se perciba en absoluto ningún recuerdo de nuestra ciudad en esa Salbago aunque mencionen el café Madrid con bastante frecuencia, y la Frascachini recuerde a cierta actriz italiana que dejó memorable recuerdo en la ciudad. De Agaete, referido por su propio nombre, se habla del Huerto de las Flores, creado por la familia de Armas, como aquí por la familia de Rejón, y hacia el final, y ya esto serán guiños a los más conocedores, se habla de la tienda de Salvador y el cine de Alberto, y naturalmente lo sucesos finales tienen lugar durante las Fiestas de la Rama

Son elementos de realidad que salpican el relato, pero que en absoluto contribuyen a darle realismo.  No se trata de una novela ni realista, ni simbólica, para mi gusto. Simplemente es una invención a la manera de… que ha sido trasladada a este marco de referencia, pero sin mucha intención de que se refleje demasiado la realidad local, simplemente la nomenclatura. Esa manera de… es, naturalmente, la manera de la novela sudamericana del momento, y en este caso y más concretamente, la manera del ciclo de Macondo de García Márquez a mi modo, limitado, muy limitado, de ver.

La estructura del relato es interesante, doña Rosa la llama cubista, cito “Armas sigue el modelo de Vargas Llosa, la mezcla de las personas gramaticales o vitales para cortar el relato tradicional de forma lineal y alzar superficies cubistas, fragmentando el plano de la antigua narración clásica”. Añade que es “procedimiento barroco del estructuralismo”, ustedes sabrán qué hacer con eso. 

Lo que yo he visto es que en efecto, si uno medita sobre lo leído, se narra, no exhaustivamente, las historias de tres personajes de tres generaciones. El primero es don Francisco de Rejón, que sería el patriarca. Es a él al que le debemos el título de la novela, pues de sus viajes por las Américas se termina trayendo la idea de cultivar un árbol prodigioso capaz de hacer brotar de sus diversas ramas frutos diversos, además de otros prodigios sicalípticos. Su historia se centra en su relación con una dama de la aristocracia a la que sabe retener con su prestado (obtenida de la sabia del árbol mencionado) virtuosismo venéreo. Ni que decir tiene que todos los personajes centrales son unos fornicadores furiosos y eficaces que satisfacen a plenitud a las damas que caen bajo sus penes prodigiosos. 

El segundo personaje, Juan de Rejón, es hijo del anterior, el famoso hijo rebelde de toda familia de bien, que para más inri es bastardo, es decir, una mutación de la sangre. Esta parte transcurre durante la guerra civil, destacándose el carácter de privilegio de la familia, que por lo tanto no sufre en absoluto los rigores de la contienda. Se aprovecha, la guerra,  para introducir la semilla de lo mágico, o extraño, que ha de acontecer más adelante. El personaje, naturalmente, lucha con los republicanos y tiene que huir tras la guerra. Pero lo hace con una felonía que le sitúa económicamente en una buena situación, de modo que cuando su hijo regresa a la isla, lo hace como potentado. 

Y así llegamos a Horacio Rejón cuya historia es lo que se llamaría el hilo conductor, pues del relato de sus peripecias nos vamos desviando, intercalándolas, hacia las historias de los otros personajes conformando ese cubismo mencionado arriba, o como detalla doña María Rosaese tapiz no lineal sino quebrado” que conforma toda la novela. Horacio, al igual que el abuelo y su padre, tiene una atrabiliaria historia romántica con una mujer que acaba en tragedia.

El tiempo del relato es muy mítico, es decir, muy poco creíble, muy poco realista, aunque se mencionen sucesos que uno pueda localizar en esta realidad, como la misma guerra civil; la extraña mención, en algún momento, de la televisión; la singular alusión a la detención, ocurrida por lo visto, realmente, de César Manrique por tomar el sol en pelotas en alguna de nuestras playas; y hasta el bombazo que le pegaron al difunto almirante Carrero Blanco, aquí mutado en un improbable Anastasio Somoza, huido de su Nicaragua natal para traer aquí una extraña peste que asola la isla. 

Como digo, si tiene un tono el relato, es mítico, puramente narrativo, creándose un mundo propio a base de retales tomados de la realidad tejidos de manera que conforman una historia digamos que auto contenida, flotante, de la que no es posible sacar conclusiones, moralejas o tesis.  

No me ha desilusionado esta lectura tan largamente demorada. Tampoco me ha sorprendido, es bastante de lo que me esperaba. La prologuista se lamenta mucho del lenguaje vulgar “salpicado del taco obsceno, coloquial de la gente de ahora”, es un lamento que reitera varias veces a los largo del prólogo, que podemos resumir en la siguiente cita: “Para describir ambientes angustiosos de porquería, salpicados con la bronca palabrota, el autor posee unas excelentes facultades literarias…” que me parece que está expresado con un tono irónico y de disgusto, pero aceptando la realidad y no menoscabando por ello al autor. Bien es verdad que se refiere también a las novelas anteriores de las que hace un análisis muy clarificador pese a sucinto, pero que te sitúa, creo yo, muy acertadamente ante la obra del autor. En esta novela, ya su quinta, nota ella cierto remanso en este vocabulario aunque aun le atribuye una muy buena capacidad para “la estadística de la náusea fisiológica, perito en bascas intestinales y perversiones del sexo…”. Desde mi punto de vista he de afirmar que la mujer exagera un poquito esta repugnancia, pero ayuda, con ella a dar una impresión del carácter de la novela muy alejado, eso sí, de las actuales precauciones en lo referente a reivindicar con excesivo entusiasmo las características más deplorables del comportamiento masculino. 

También incide en la inquina que el autor manifiesta en sus obras por la condición de isleño rechazando de plano la alabanza a la tierra y sus habitantes ilustres y pedestres, y sustituyendo esta alabanza por una feroz diatriba. Tal vez ,como rechazo a esa actitud ramplona y vulgar de engrandecer lo propio en detrimento de todo lo ajeno que era común en aquellos tiempos en que se recuperaba un cierto orgullo regional y que aún subsiste en quienes siguen reclamando la restauración de antiguas supuestas grandezas acalladas por un imperio castrador, nuestro autor adoptaría, en su obra, el papel de “un canario que se sienta en el peor de los mundos y que fustigue a su isla con el azote de una maza de hierro…”, “...novelista extraordinario e iracundo…” que “...ante el elogio tradicional del isleño por su tierra…”, “...establece el improperio y lanza el antielogio...”. Tampoco, sin embargo, en esta novela he percibido nada de esto, de hecho, no percibo ninguna referencia a lo autóctono en esta novela, salvo la nomenclaturas de lugares y sucesos insertados dentro del relato que simplemente le dan color y dimensión pero nada manifiestan, ni a favor ni en contra, acerca de ser canario (*tal vez hay que exceptuar una descripción de la fiesta de la Rama en Agaete en términos diría que bastante afectuosos), o vivir en las islas, o simplemente en islas, nuestra situación política o económica, etc. No me parece que la novela tenga la más mínima intención de reflexionar ni siquiera marginalmente sobre esas cosas. Y es bueno que así sea, y que uno la disfrute como simplemente lo que es, un relato de imaginación. 

Dicho esto, tal vez me anime a leer esa otra novela que tengo pendiente en la estantería de los libros por leer hace tanto tiempo. Si ocurriera, ya sabrán de ello. 

jueves, 16 de diciembre de 2021

En el reducto, de Juan Pedro Castañeda

 Esta segunda novela de Juan Pedro Castañeda es la que en aquella página a que aludía en la entrada anterior se mencionaba como una de las mejores de la década. En el reducto. 

Es más ambiciosa en estructura, y tal vez por eso, por más compleja, menos efectiva. Tiene dos hilos narrativos que se alternan capítulo a capítulo. En uno, Miguel llega a una aldea, algo remota –la última parada de la guagua– de una isla –se hacen referencia al avión y al barco para salir o llegar pero uno no puede identificar un lugar concreto, en cambio cuando habla de la ciudad, aunque no le asigna el mismo nombre es claramente visible la capital chicharrera–. El pueblo lo recibe algo hostilmente, esa es la impresión que se recibe cuando el personaje llega a un pueblo vacío, muy soleado, y al entrar en la cantina encuentra a aquel cantinero malhumorado; menos Anselmo, un parroquiano, que lo acoge en su casa. Miguel no tiene ningún propósito al estar allí. Más bien parece un huido, no se sabe de qué. Sobre todo exhibe un nihilismo y una altivez propia de un urbanita desengañado que en el campo se encuentra fuera de sitio y como por debajo de su nivel. Anselmo se da cuenta o adivina que lo que le ocurre a Miguel es un desencanto vital una falta de rumbo, y le ofrece alguna solución que Miguel no entiende como tal. La vida de campo, la del propio Anselmo le parece tan vacía como la suya y además con muchos trabajos en el día a día. 

El otro hilo es la vida urbana de Miguel. Se no lo presenta como un juerguista, noctívago. Todos los lugares mencionados son bares y locales nocturnos, y las situaciones, en esencia, festines orgías y francachelas. No se menciona una vida cotidiana, trabajo, estudios, etc, de Miguel, así que apenas sabemos nada de él. Sí tiene amigos universitarios, y alguna vez ha participado de tertulias políticas e intelectuales, pero siempre con una actitud burletera, desdeñosa. El foco de la narración es el momento en que conoce a Alicia. Y el abandono de la casa en la que vive con ella es tal vez el motivo por el que siente esa crisis que le lleva a esa extraña huida sin propósito. 

El primer capítulo nos sugiere que lleva tiempo viviendo con ella y ya empieza a notar el hastío y el temor al envejecimiento. Me quedé con la impresión de que era este miedo el que lo empujaba a huir; sin embargo en otro capítulo, bastante posterior, apunta a que su crisis con Alicia tiene también que ver con la incomodidad de compartirla con otra mujer. El resto de capítulos urbanos narran los encuentros con ella y con amigos, mayormente vida nocturna, muy de espuma,  sin contenido. 

No me gusta cómo está presentado el personaje de Miguel. Uno no se acaba haciendo una idea de su personalidad. En el primer capítulo se tiene la impresión de un hombre ya entrando en la madurez, preocupado con los signos del envejecimiento tal vez, en él tanto como en ella. Más tarde, en los capítulos rurales, nos da la sensación de un joven algo arrogante, a veces francamente desagradable, y hasta impertinente con Anselmo, que llega a ponerse en guardia –lo que es contrario a su permanente serenidad – . Y luego, en los capítulos «urbanos» es un chiquillaje que hasta emplea un argot de matao que no me acaba de encajar con el tono general de la novela.

Eso sin desdeñar el mérito que tiene el capítulo 10, todo él una especie de monólogo en matao relatando una juerga con los amigos. 

Yaa, verdadero. Pero verdadero, ¿oijte? Y Medeleiev: ¿Quierej línea? Yo, assí, con er coloque no capisco, ¿vale? Y er: Der portivo. Y yo: afloja. Y Mende: Coca, primavera, coca. Fuerte un dejpijte. Y Terele: ¡Yooo! Ya, mano. Pero verdadero, verdadero. Con el ojito cuajado der jachij...


 

En general está curiosa, aunque me parece bastante defectuosa en el tratamiento del personaje central. La novela tiene un aspecto de novela de crecimiento de esas en las que el personaje sufre una transformación madurando a lo largo de un proceso. Esa , sin duda, es la idea de la huida y refugiarse en el caserío, acogiéndose a la protección de Anselmo, que a su vez, tímidamente, trata de ofrecerle alguna salida a su extravío vital. Pero aquí, el personaje se resiste a esa transformación, insiste en conservar esa altivez urbana, ese desdén por lo que le pueda ofrecer la aldea, sus ritmos pausados, sus rutinas. Insiste en confundir su propio vacío sin propósito  con esa vida monótona, trabajosa y aparentemente sin alicientes que lleva Anselmo y el resto de los habitantes, pocos, del pueblo con los que llega a tratar. 

No obstante, en el último capítulo  tal vez hay una idea de mostrar un titubeo del personaje, un cierto agradecimiento hacia quien le ha acogido sin pedirle nada y hasta tratándole como un protector. Nos imaginamos al personaje dudando si no sería mejor quedarse y aceptar aquella propuesta de la cueva y las cabras.

Oiga, quería decirle…

— ¿Sí?

— ...No, nada…


En general ha sido una buena lectura. Pero no exultante. Quiero decir que no sé si me mueve a leer un siguiente libro de Juan Pedro Castañeda. No me ha dejado con perspectivas de encontrar algo nuevo, más interesante, en sus otras novelas. Creo que abandono aquí esta línea de lectura.

domingo, 12 de diciembre de 2021

Muerte de Animales, de Juan Pedro Castañeda

 En una página (aquí) en donde Cecilia Domínguez Ruiz destaca, a su juicio, las mejores publicaciones en prosa ficción de los ochenta, conocía todos los nombres, leídas o no las obras citadas, menos el de Juan Pedro Castañeda. Así que fue por él que me interesé. Y de nuevo descubro a un autor que debía haber conocido hace mucho tiempo por el prestigio que parece haber tenido desde sus primeras publicaciones hasta el día de su muerte allá por 2016. Como siempre, tal vez lo haya oído nombrar y me haya cruzado como una nube pasajera sin prestarle mayor atención, pero eso significa, necesariamente, que no es muy frecuente encontrárselo en los papeles, no hay nada como la repetición para fijar conocimientos, y la falta de ella para propiciar el olvido. Eché un vistazo a su biografía, todos copian más o menos de una misma fuente:

Juan Pedro Castañeda (1945-2016)

Juan Pedro Castañeda nació en El Hierro (Canarias), en 1945. Reside en Tenerife. Es doctor en Ciencias. Ha sido catedrático de Física y Química de Enseñanza Media. Fue presidente del Ateneo de La Laguna, director de la colección “Liminar”, colaborador de la revista de arte y literatura “La Página” y presidente de la Asociación Cultural “Cabrera y Galdós”.

Ha publicado los libros de poemas: Poemas horrorosos (1975), ohrrohrrr  (Premio de poesía “Julio Tovar, 1976), Posters (1985), ohrrohrrr (poesía 1975-1985) (1990), Un manojo de arcilla (1991), Polen (1993), Reconstrucción  (2000) y Asombros de la materia (2011).

Ha publicado las novelas: La despedida (1977 y 2001), Muerte de animales (1982 y 1993), En el reducto (Premio de Novela “Benito Pérez Armas”, 1984, 1986 y 2006), Movimiento y reposo (1995), Territorio del padre (2006), Público y privado I. El amigo de Galdós (2008) y Público y privado II. Y sin embargo… (2008) y Un lejano espejismo (2015).

Ha publicado dos relatos infantil-juveniles: El mar de la calma (1996) y Pelolindo (2003 y 2004).

Me da la impresión de que destacan (al final hay unos cuántos enlaces) más su faceta de poeta que la de narrador. Y su prosa, ciertamente, es más impresionista que expresiva o descriptiva. Nota uno, lector prosaico, unas discontinuidades, una expresión en forma de ráfagas, de imágenes, más propia de un poeta, al menos en esta obra que comento, Muerte de animales, que de un narrador, que tiende más a la continuidad, no solo en la descripción de una situación, de una línea de pensamiento o de un paisaje, sino gramaticalmente, es decir, en la letra, frases continuadas, expresiones completadas con todos sus elementos, concordancias, puntos y comas. De los poetas uno se espera, y por esa razón se traga, casi cualquier cosa, tanto discursivamente como gramaticalmente. 

Muerte de animales, ya en el título tenemos una de esas incomodidades gramaticales tan poéticas (aunque parece ser correcto, uno de por sí, tendería al colocar un plural en el primer sustantivo también, de lo contrario parece que la frase no ha terminado, o no es completa como que forma parte de algo, no sé, me extraña), es una novela, cortísima, rural. Muy monótona, monocorde en el sonido, en el tono de escritura (de lectura), salvo en algún momento en que, no sé si se pierde el autor o tiene algún significado oculto, pasa de la tercera persona a la primera, y en plural, como si cobrara entidad el narrador; de estar ahí oculto, en supremo ser que todo lo sabe y lo cuenta con indiferencia, a ser un testigo directo de lo que está narrando. Esto ocurre durante unos pocos párrafos, luego volvemos al tono normal. Es un todo sequío, muy acorde, por otra parte con esa ruralidad bruta que nos narra, y el abandono animal en el que conviven los personajes, entregados a sus labores incapaces apenas de comunicarse más que con gestos y mugidos. Y sin embargo empieza como una novela de amores, o al menos se habla de amores, pero que resultan ser menos importantes que la dura tarea de la vida diaria.

Es un relato esencialmente de tres personajes, Sebastián, Dionisio y Elvira. Sebastián y Dionisio son amigos desde la infancia y cortejan a Elvira, pero ella no se decide por ninguno de los dos; en parte, tiene que sospechar el lector, porque ambos le agradan, y, en parte, porque las costumbres sociales le prohíben a ella tomar esa decisión, son ellos los que deben hacerlo. Al fin llegan a un acuerdo, uno se queda con la chica, Sebastián, y el otro tiene que marcharse. El acuerdo incluye que el que se queda con la chica no puede casarse con ella, deben convivir sin bendiciones. 

Así ocurre. La pareja Sebastián y Elvira se unen, no se casan. Pero las condiciones de vida son difíciles. La madre de ella es viuda y tiene muy pocos recursos. La familia de él está saneada, pero pendiente de una herencia de la que apenas van a disfrutar porque el abuelo tiene preferencia por la otra hija. 

Las dificultades y la dureza del trabajo diario transforma pronto un matrimonio ilusionado en un desengaño. Algo, insinúa el narrador, tienen que ver también en este desencanto, la falta de hijos, y el no estar oficialmente consagrados. En una visita que, ya transcurrido algún tiempo, hace Dionisio a la pareja, se deja notar esa sensación de ella de que tal vez se equivocó en la elección –que de todas maneras ella no tomó–  y esa humillación de él de no haber sabido merecerse la gracia que le fue concedida.

Cuando Sebastián empieza a perder ímpetu laborioso Elvira comienza a insinuarle que tiene que hacer algo con respecto a la herencia, exigir, protestar. Sebastián parece bastante alejado de estas preocupaciones o al menos bastante desesperanzado de que él pueda hacer algo para cambiar la situación, el abuelo ha hablado claramente. No obstante, tal vez debido a las presiones de ella, o a las provocaciones de los primos favorecidos, acaba cometiendo una barbaridad y esta barbaridad es respondida con otra.

El retorno de Dionisio, puede resultar prometedor, una especie de rescate de Elvira, pero la actitud de esta deja claro que ya es demasiado tarde. 

Y ya está. Se nos acabó la novela sin darnos cuenta. Sin darnos tiempo a meditar sobre las razones por las que el autor la ha escrito. Creo que es la única pregunta esencial en cualquier lectura, ¿por qué ha escrito esto el autor?, ¿qué intentaba expresar?, sin problema con que la respuesta sea nada, sino que simplemente quería contar una historia. Pero ¿por qué la cuenta de esta manera?, ¿qué le interesaba de esta historia para contarla?, etc. Bueno pues a mi juicio el interés de esta historia, es decir, el mayor interés que ha puesto el autor en esta historia es en la forma de contarla, en la forma de expresarla, al menos es lo que más impresión causa, esa sequedad, pero no sequedad, esa amargura, no, tampoco es amargura … No es una prosa seca, disfruta uno leyéndola, hay una cierta dificultad a desentrañar. Las prosas que llamo secas son esas que describen sin ninguna floritura, sin ningún guiño, ni gracia, por muy bien y muy detallado que lo hagan. No, aquí hay juego, hay inteligencia en  procurar un tono, ese tono sequío, que decía arriba, que comunica muy bien esas vidas secas entregadas a una labor embrutecida, sin aparentes alicientes, tampoco sin amarguras. Se hace lo que se tiene que hacer. Sí, hay esperanza de mejorar, y hay desilusión cuando no se cumplen, pero siguen en marcha cumpliendo con lo que se debe. Resecándose por dentro. La aparición de Dionisio, da un leve contraste, tampoco muy destacado, pero en él se percibe, se le describe como más despierto, como sorprendido de aquellas vidas. A mi juicio esto es lo más destacable de este relato. Por otro lado hay esa dificultad, leve, que comentaba, y que me parecen resabios de poeta. Muchas elipsis, alguna descripción emocional del paisaje, frases cortas, a veces muy esquemáticas. En fin, a mí se me ocurre que estos son resabios de poeta, que le dan colorcito a la escritura, dificultad y gusto a la lectura, como la sal a los platos.

Y bien, este es el primero que leo de este autor y tengo poco para comparar. Lo seguiré explorando en sucesivas lecturas. 

Nos informa de la muerte del autor

Informe sobre el autor en la Academia de la Lengua Canaria

En la enciclopedia guanche

Un artículo de Agustín Díaz Pacheco

viernes, 19 de noviembre de 2021

¿Qué haría yo sin la música?, de Eduardo González Ascanio

 Yo no sé muchas cosas, es verdad, digo tan solo… lo que he leído. 



Martin Eaden, en la novela de Jack London, se asombraba, yo creo que sinceramente, y molesto también, pero sinceramente asombrado, sin comprender lo que ocurría, cuando los mismos relatos que había enviado a las publicaciones, y que estas le habían rechazado porque no les interesaban, porque no les parecían lo suficientemente buenos, le eran reclamados después, cuando ya había conseguido un nombre como escritor, y hasta le ofrecían obscenas cantidad de dinero, cuando él, antes, dependía, para comer, de que le aceptaran alguno de esos relatos por lo que fuera, un bocadillo siquiera. Él se decía, pero si no he cambiado ni una coma, ¿cómo es que antes no les parecían lo suficientemente buenos y ahora tienen tanto valor? 

No era tonto, él sabía por qué. Antes no los habían leído, porque él no era nadie. Y ahora, que era alguien, que era famoso, probablemente tampoco los leerían, los publicarían sin más, porque ahora había mucha gente ansiosa por leer sus relatos, porque él, ahora, era famoso. Y esto le molestaba mucho. Porque él creía en la validez de sus relatos, antes y ahora, no había cambiado, eran los mismos relatos sin cambiarles ni una coma, él los había escrito con pasión, con sufrimiento, porque se había entregado única y exclusivamente a la escritura, y creía en ellos; y había tenido que cambiar el exterior, lo ajeno a ese relato, para que aquellos que antes lo despreciaban ahora lo valorasen, y ni siquiera por el propio relato en sí, sino por los beneficios que su publicación generaría, por el prestigio que leer a un gran autor da al lector; el relato en sí, que era en lo que realmente creía Martin, era lo de menos en todo este asunto. 

Yo pienso mucho en esto. Porque alguna vez he tenido la vanidad de querer ser escritor. Y como muchos escritores me creo mejor que algunos de los que se habla mucho, cuando de mí no se habla nada, siendo yo mejor. Y después me digo que el mérito de muchos grandes, así considerados, autores, está, muchas veces, no voy a decir más, sino tanto, en su carisma de divulgador de su propia obra como en su propia obra en sí. Y no dudo de que en más de uno, el carisma es mucho más relevante en la consecución de su fama que su propia obra.

Los que no tenemos de eso, carisma, no tenemos ninguna oportunidad de llegar a ser leídos por más de cuatro, y si encima no tenemos talento, tres de esos cuatro nos olvidarán para siempre, y el cuarto no porque le seguimos pagando las cervezas los jueves, pero no me traigas más libros tuyos por favor, suplican al final de la noche, cuando el alcohol exacerba la sinceridad.  

Por eso a mí me interesan los autores que desconozco todavía y me aburren un poquito los que he tenido ya la oportunidad de leer. No soy un veleidoso. Tengo unos cuantos preferidos que leo y releo, cuya obra colecciono, sin, tampoco, ningún fanatismo. Pero el resto, esos que consiguen que su obra sea, como mínimo, presentada a bombo y platillo, ¡tachán!, me cansan, porque no me traen nada nuevo, es lo de siempre, lo mismo que ya escribieron, de otra manera, para mantenerse siempre dentro de las expectativas de su público, el incondicional mientras sigan siendo notorios, y se pueda hablar de ellos con los amigos, he leído una novela de fulano, ¿ah, sí, y qué tal?, magnífica, magnífica, cuando la termine te la paso, ay, sí.

Leo a muchos autores que desconocía, a muchos que fueron notorios en su tiempo y ya no lo son, o lo siguen siendo pero en vitrina, esto lo hago principalmente por no comprar libros, las bibliotecas y el piraterismo me surten suficientemente, gran invento el libro electrónico, una tragedia para los vendedores de estanterías. Pero hay muchos, muchísimos que dejo de leer.

Por qué leo a unos y dejo de leer a otros, me pregunto a menudo. Y para mi vergüenza tengo que decir que muchas veces es porque no oigo/leo hablar de ellos. Aún sabiendo que existen, aun teniendo sus libros en las manos, no siento el impulso de leerlos, no les atribuyo el valor de merecer saber qué dicen y cómo lo dicen. Es el cuento de las niñas de la Alameda, que nos explicaba Alonso Quesada en uno de sus relatos, todas se quedaban en la ventana esperando, para salir, a ver pasar a las otras niñas, para no ser ellas las primeras en la Alameda. Uno se queda esperando a que alguien haya leído primero al autor desconocido antes de leerlo, así que nadie lee nunca a los autores desconocidos porque nadie los ha leído primero para decir, tampoco está tan mal o qué mal. Incluso muchas veces, aun no estando tan mal, incluso bien, uno no dice nada porque ¿a quién le va a interesar que uno haya leído a un autor que nadie conoce?

Supongo que esta debería ser la labor de los críticos y reseñistas. Descubrirnos nuevos valores, o valores que están ahí pero en los que no nos fijamos porque estamos deslumbrados solamente por los que ya brillan con la luz que les prestan los medios y la atención del público. 

Esta es la tragedia de los autores desconocidos. Ahora pasemos a hablar de los autores conocidos pero en la sombra. Se habla poco (*)de Eduardo González Ascanio, siendo, como me parece tras la lectura de un segundo libro suyo, uno de los bueno, unos de los que consiguen escribir uno y muchos relatos coherentemente, con temática elaborada, sutil, con técnicas narrativas variadas y, a mi juicio, perfectamente desarrolladas, cuyas lecturas me satisfacen plenamente, o por mejor decir, no me desilusionan. No es que sean un orgasmo encadenado, tampoco vamos a exagerar, pero tras la lectura de esos dos libros no he percibido una falla, una dejadez, una manía o tic estilístico. Percibo a un autor concienzudo, que elabora sus relatos, que no se deja encandilar por la inspiración sino que la fija y le da forma con herramientas que también disfruta utilizando, eso se ve en la variedad de ellas y en lo trabajadas que están sin parecer, a mí no me lo parecen, forzadas. Me parece un autor hecho, maduro, como hay pocos o por mejor decir, como pocos dan esa sensación. 

Pero yo no lo había leído. Lo descubrí con el Barbara Bar, que me encandiló. Y lo he confirmado con este ¿Qué haría yo sin la música?, que, menos compacto que aquel, está también bien construido,con un conjunto de relatos agrupados entorno a esa temática musical, pero sin que esa temática haya sido incrustada para que aparezca sí o sí, como en esos relatos de concurso de marcas de café  en los que tienes que meter a un señor tomándose un café de esa marca en alguna parte. La música aparece en todos, o en casi todos, de una manera, a veces más evidente, y en otras de fondo y hasta puede que ni aparezca y no importa, porque el relato en sí se expresa solo y la imaginación del lector ya lo encajará como le cuadre, el tono, el ritmo del relato, le permite harmonizar, musicalmente, con el resto. 

Me ha gustado también este libro, y ahí tengo otro para retar de nuevo al autor a que mantenga mi interés por su obra. Es muy difícil, y yo no sé explicar por qué, que un autor sea entronizado en el altar de a los que se les permite todo. Ya te has familiarizado con ellos, ya son de tu familia literaria  y ya no les pides cuentas, sino que los disfrutas o los soportas, pero nunca los rechazas, a no ser que hagan algo muy malo. Pero ni tanto le pido a un autor, me basta con tener la confianza de que si echo mano a uno de sus libros no me voy a sentir estafado como cuando el producto que sale de la caja no es como el que aparecía en el escaparate. Por el momento don Eduardo lo va consiguiendo, va siendo un suministrador honesto y voy cogiendo cada vez más confianza con él. 


De los relatos, particularmente me han llamado la atención, sin que todos hayan dejado de interesarme estos que describo. 


¿Qué haría yo sin la música?

En un concierto de Lou Reed, alguien recuerda a un amigo que murió precisamente allí, en el lugar donde se celebra el concierto. Formaban una banda que terminó disolviéndose debido a la crisis que asoló a aquel. Durante el concierto ocurre un hecho de carácter extraordinario que está relacionado con el apelativo con que llamaban al amigo muerto, Valdi, de Valdemar, el personaje de Poe sobre cuya obra Lou Reed compuso un LP.


Me gusta esta mezcla de Lou Reed, con Poe (el disco existe y se llama Raven, precisamente un cuervo vuela por el escenario), y cómo se engarza todo eso en la narración con ese misterioso personaje, el amigo muerto, cuya crisis tuvo por origen el encuentro con una mujer, tema también típico de disolución de las grandes bandas rockeras. En fin, es un buen arranque de un libro que uno espera que empiece con referencias a la música clásica. 


El Jazz también forma parte de los gustos de nuestro autor como se demuestra en Jazz must be a woman,  donde se mencionan una serie de nombres  de grandes figuras de este género, que tocan en un garito que está a punto de cerrar. La sorpresa, siempre mi ignorancia me trae estos pequeños placeres, es el descubrimiento de que el poeta que recita al final, Ted Joan, también es una de las grandes figuras del jazz.


Me gustó particularmente un relato que no va a ninguna parte, simplemente relata una situación, pero me resultó muy sugerente. Se llama Se oye un perro a lo lejos, y con esa frase, a modo de motivo musical, describe una escena en la que simplemente una mujer se distrae en un momento de intimidad porque cree haber oído un ladrido a lo lejos. El hombre fastidiado con la interrupción no oye ese ladrido, pero se pierde a su vez fantaseando con qué tipo de perro sería el que habría escuchado la mujer si es que escuchó algo en verdad, hasta que es ella la que lo saca de su ensimismamiento. 

Y por mencionar uno más, el último relato se titula Vera Meier y me parece una maravilla cómo nos lleva por diferentes planos a través de la narración: dos amigos en una larguísima conversación, primer plano, la historia que uno de ellos cuenta de cuando conoció a la artista del vodevil Vera Meier, y la situación que vivió con ella, segundo plano, y la narración de Vera cuando aquel le pregunta qué hay de verdad acerca de cierta leyenda que circula sobre ella. Esta leyenda nos lleva hasta los día del desmoronamiento del régimen de Ceaucescu, donde descubrí, por cierto, la existencia de esos vídeos sobre el juicio sumarísimo del dictador y su esposa y su posterior asesinato más que ajusticiamiento. El amante de Vera en su narración deja la política de manera misteriosa tras haber visto esos vídeos. No se dan demasiadas explicaciones pero uno, cuando mira esas imágenes comprende que nadie quiera llegar a tener que participar en esa clase de sórdidos hechos.  


No resumen estos cuatro relatos el libro, las narraciones de este libro son muy variadas, tanto en temática como en forma de desarrollarlas, dominando, a mi juicio, esas conversaciones casi monólogos, pero que van dándonos cuenta del entorno de los que hablan, para que no perdamos nunca la referencia de que es una historia narrada dentro de la historia que estamos leyendo. Creo que tiene un gran dominio de esta técnica, el autor. Tampoco el monólogo se le da mal quedando siempre muy coherente por no esforzarse demasiado en que sea verídico o realista, basta con que narrativamente consiga comunicarnos esa sensación de que estamos metidos en el runrún mental de personaje. 


Pues esto es todo y continuará. Sobre la mesa esperan otras Historias...


(*)Aquí algunas referencias encontradas en internet


Entrevista por Santiago Gil el 3 de julio de 2021


Reseña de Historias de amor y crueldad, en el blog polillas al anochecer 12 de julio de 2021


Reseña de Desajustes de cuentas en Bardinia, Emilio González Déniz 10 de mayo de 2017


Desajustes de cuentas, reseña en Dragaria 3 de abril de 2017


Una conversación con Noel Olivares y Juan Carlos de Sancho en 2015


Reseña del cuentos del Bárbara Bar Alexis Ravelo 15 de enero de 2009


domingo, 7 de noviembre de 2021

Cuentos del Bárbara Bar, de Eduardo González Ascanio

  Yo no sé por qué elijo leer a unos autores y desprecio a otros. Muchas veces es porque me recuerdan a otros autores. Otras veces es porque leo algo, un párrafo, una frase que tiene algo, indefinible, que me parece peculiar. Otras veces es puro azar, provocado, en ocasiones, para introducir elementos nuevos en mi biblioteca. A veces funciona y a veces no.

Tampoco sé por qué me gustan más unos autores que otros. Tiene que ver con la forma de narrar, con lo que cuentan, con el estilo de escritura, la gracia con que cuentan. Osea, tiene que ver con leer y que me guste. Pero no sabría definir muy bien por qué mis, por llamarlos así, autores favoritos, son más favoritos que otros que son menos favoritos.

Hasta aquí es todo normal. Me parece. Lo maravilloso ocurre cuando un autor que has despreciado durante años, una portada de libro que llevas apartando durante años para alcanzar el volumen que andas buscando, de pronto te llama la atención, lo lees como perdonándole la vida y descubres, humillado, que es una gran obra, o que, al menos, te gusta, te trae algo nuevo, algo distinto, algo que no imaginabas que estuviera allí.

Esto me ha pasado con Eduardo González Ascanio. Conozco la existencia de este autor desde hace años, pero nunca me había dado por leerlo. No creo haber leído, o no me ha interesado leerlo si me lo he tropezado, una reseña de ninguno de sus libros (tengo curiosidad para estas cosas, me extraña no haber leído ninguna, si no es recientemente la del polillas) hasta esta que he mencionado en el paréntesis. No creo haber hablado de este autor entre los amigos con los que comparto libros y curiosidades literarias; tal vez lo hayamos mencionado alguna vez sin demasiado énfasis. Hasta he sabido durante años de su blog por el que he pasado muchas veces sin apenas prestarle atención, mirándolo así como por encima. No me parecía llamativo, se trataban de meras historias de ficción, otro más que escribe cuentos. Hay demasiado que leer para perder el tiempo con autores desconocidos de los que luego ni siquiera se puede tener una conversación porque nadie más que conozcas lo ha leído.

Pues un día, el viernes sin ir más lejos, voy y me pongo a leer el blog de don Eduardo. Que me aburría, harto ya de sudokus, solitarios y mahjong (sí, pierdo muchísimo el tiempo, ya la pared me la tengo muy conocida y he expandido mis actividades inútiles a estas ancestrales prácticas del nonadismo).

La primera entrada no estaba mal. Buena redacción, algo envarada, tal vez algo falta de naturalidad,  pero clara y precisa, sin devaneos literarizantes, al servicio de la narración. Una historia curiosa, poco evidente, no sé, me gustó eso de que centrara el relato en el misterio de una coma. Que fuera un relato con cierto tono lúbrico pero volteado del revés: el hombre, moro por más señas, sorprendido y enfadado porque su amada solo le exige sexo y no corresponde adecuadamente a sus románticos afectos. Luego leí otra entrada porque estaba relacionada con el tango: un maestro de escuela tiene una vida alternativa como tanguero. Los personajes son algo caricaturizados, no en un sentido humorístico, sino en un sentido esquemático, no dan idea de ser personajes reales sino de ser personajes de ficción, o al menos esa es la impresión que me produce o así sé explicarlo, entonces todo se les permite, da más amplitud a la coherencia, a que pasen cosas imposibles o a que los personajes se expresen sin someterse a la clase social o el país en el que supuestamente residen. De hecho no tiene por qué identificarse ningún país, raza, ni clase social, la coherencia está en la pura narración, que mantenga un equilibrio de expresiones, de vocabulario, de situaciones durante todo el tiempo.  A mí me parece que se consigue. Me gustó también el tratamiento de la homosexualidad femenina introducida sin aspavientos, sin reivindicación, sin exaltación, sin abanderamiento, como se lee tanto últimamente cuando aparecen estos temas, como si todo el mundo pretendiera adherirse a las heroicas luchas por la liberación de la mujer en todo momento y lugar y sin que pase desapercibido. No, simplemente la escena está ahí, integrada en el relato, dándole lugar pero sin señalamiento. 

Y aún leí un tercero y un cuarto antes de salir corriendo a la biblioteca a buscar lo que tuvieran. 

Tenían tan solo Los cuentos del Bárbará bar 


Se trata de un conjunto de relatos, pero podría pasar perfectamente por novela, porque mantienen puntos de contacto a través de los personajes y las situaciones entrecruzadas, y sobre todo el lugar de referencia que es el Bárbara bar. Las historias son narradas o protagonizadas por habituales del bar y algunas están conservadas por escrito en servilletas escritas, numeradas y archivadas por clientes observadores.  La observación, el testimonio es una característica explícita de este libro. Los personajes observan y son observados con más o menos disimulo, pero explícitamente. Incluso esa observación se convierte en un juego especular, un juego de reflejos donde cada personaje sabe que el otro, al que él observa, le observa a él. 

Otra idea que flota en estos relatos, y que me llama la atención es la de la construcción de un personaje en la imaginación de los que oyen hablar de él, es decir, el observador. En el cuarto relato, el Manigua es, para nosotros, un matao, algo trastornado, que huye de una situación absurda en la que cae sin quererlo y sin saber por qué. Más adelante, este mismo personaje, al que reconocemos por sus particulares características fisiognómicas, (vale, porque tiene un ojo caído), se describe, en segundo plano, como un mafiosillo de cierta entidad. En otro relato, se nos detalla su carrera delictiva, llena de audaces proyectos imaginativos junto al compinche, el figurín, que se las da de ser el auténtico «cerebro» de la asociación, sin mucho crédito por parte de los que hablan de ello. Y por último volvemos a encontrarnos con el Manigua (uno de esos proyectos fue que vendía loros parlanchines –que luego no lo eran– que, decía, venían de la Manigua) como un galán cortejando a una señorita, un personaje, y un relato, muy onetiano, en la falta de nudo claro en la narración, que sin embargo se lee con expectación; por cierto, sucede durante el intento de golpe de estado de Tejero, al que estos personajes permanecen bastante ajenos. 

En cuanto a las técnicas narrativas, los relatos se abordan con diferentes estrategias que amenizan la lectura evitando la repetición: desde un monólogo interior casi un único párrafo hasta diálogos sin acotaciones a muchas voces, o un diálogo a dos voces donde solo escuchamos –leemos– una de ellas, pasando por el monólogo de un personaje interrumpido por la descripción de lo que sucede en el entorno mientras narra y la reacción impaciente o expectante de los oyentes. No se prescinde del clásico narrador omnisciente.

El estilo del autor me parece muy correcto, en el sentido de que no hace tropezar la lectura, se vuelve transparente si no es por algunas expresiones que me chocan, pero que a lo mejor no están mal, se entiende a qué se refieren, y prestan al estilo carácter, extrañeza. No es lo mismo cuando se tropieza uno con una errata –más abundantes, por cierto, en el último relato, que es cuando uno ya menos se está fijando en esas cosas– de edición, que te provoca una incomodidad, una caída; hasta un susto o un enfado. 

Ya he dicho que me parecen unos relatos muy ficcionales, muy construidos de palabras, no una supuesta traslación de la realidad, y por eso no se escandaliza uno porque unos parroquianos de un bar de mataos hablen tan finamente y relaten con tanta coherencia. También he dicho que son relatos, no una novela, pero en nuestra mente queda al final una unidad conceptual (que no sé qué significa, pero que quiere dar la idea de que todos se amalgaman en una única historia muy propia de la idea de novela).

Para mí Eduardo González Ascanio ha sido un descubrimiento extraordinario que pienso seguir explorando a ver si se confirma tras la lectura de otras de sus obras, pero que, no obstante, ya con este libro se ha ganado mi admiración y mi envidia en lo que puedan valer cualquiera de ellas, que mejor será callarnos.

Pequeño resumen de los relatos. 

Disertación en ayunas

Un anciano cuenta una historia en un bar. Los sucesos cotidianos del bar y sus habituales se entrelazan con la truculenta y algo enigmática narración del anciano. 


Cavilación por Celia

Un parroquiano del bar observando el ir y venir de Celia, la dependienta, que se comporta de manera tan distante, tan diferente de como la conoció otro día, en la playa paseando por la arena y pisando los charcos. 


Espera a que te diga

(anotado en servilletas)

Una conversación a dos de la que solo leemos una de las voces que trata de declararle su amor a la otra persona, con la que mantiene una íntima amistad, y que trata de escabullirse de la situación 


Manigua

Un monólogo de un matao algo trastornado que tiene un encontronazo con una vieja mendiga y huye de los parroquianos del bar que parecen querer socorrer a la anciana.


Propiedad pagada

(también anotado en servilletas)

Un parroquiano en el bar que medita acerca de un fraude inmobiliario que ha sufrido, y la pérdida correspondiente de toda su inversión con el asesinato del promotor. 


De oídas

Se habla de la mendiga del cuarto relato, de su existencia previa como timadora y ladrona. Se nos sugiere que tal vez no sea tan mendiga sino un disfraz bajo el cual perpetra actualmente sus estafas. 


Donde las dan las toman

Un detective que trabaja para una agencia, como novato, es asignado a un caso de adulterio. Debe seguir a una pareja de adúlteros. Pronto se da cuenta de que ellos saben que les observa.


Ancha y ajena

Dos cleptómanos se tienen muy observados en sus actividades latrocínicas. Aparentemente uno de ellos reta al otro a que le robe la mujer. 


Reversos 

Un conjunto de voces dialogan acerca de una pareja de delincuentes. Exponen las apariencias fehacientes y lo que se sugiere a partir de ellas.


Estatua de sal. 

Una chica pasea por la playa huyendo de su último amante. En la playa un hombre la observa. Pasean juntos. 

jueves, 21 de octubre de 2021

Literatura Africana, una conferencia en Quegles

 


Tengo el serio propósito (no sé cuándo voy a empezarlo ni si lo continuaré una vez que lo empiece) de emprender una lectura metódica de literatura africana por países. Ya me tengo hecha una tabla con el listado de países por orden Alfabético, desde Angola hasta Zimbawe. Ahora tengo que explorar por cada país para descubrir cuál es su literatura, y en particular, cual es su novela representativa, porque tengo el convencimiento de que cada país debe tener su novela representativa. Todos las naciones civilizadas, serias, tenemos una o varias: España tiene su Quijote, Irlanda tiene su Ulisses, Estados Unidos tiene su Moby Dick, Colombia tiene su Cien años de soledad, (¿qué más?, ah, sí), Francia tiene su En busca del tiempo perdido y Alemania tiene su Berlín Alexander Platz. Ya sé que esto es completamente arbitrario, no tengo ningún fundamento para decir que esas novelas son representativas de un país, pero a mi me vale como criterio. Si quiero leer algo representativo de Inglaterra leeré a Dickens, y si quiero leer algo representativo de Italia, no dejaré de leer La divina comedia, claro está. Con Dostoievsky me como Rusia entera, y con el Viaje a Occidente China de un bocado. En fin, me estoy yendo por las ramas. El propósito es leer sobre la literatura de cada país y ver qué es lo que me salta a la cara y considerar eso como lo más representativo; también, claro, porque será, probablemente, lo que se pueda conseguir en estos remotos lugares del imperio que habito.

Conozco poco de la literatura africana. Apenas he leído libros sueltos. He leído, si, el Todo se desmorona, de Chinua Acheve, y varios de Jose Eduardo Agualusa, y ya me van sobrando dedos, porque Kapuscinski no vale como literatura africana, no sé por qué. Creo que algún autor guineano ha caído por mis manos, una novela policíaca, seguro, algo me viene a la mente, tengo que buscarlo. Egipcios, claro: Mahfuz. El norte de África nunca me ha llamado la atención salvo como turista, Burroughs, Alí Bey, Foucault, Bowles, Antonio Lozano… No, esos no valen. Estrujo la mente y no recuerdo más. Sé que alguna vez he leído un autor del Congo, pero… En fin. Hay que explorar. 

Con este propósito ayer fui a una conferencia de Dagauh Komanan(*) sobre literaturas africanas, en el Quegles. Más concretamente, porque África es muy grande y la botella de agua era pequeña, limitándose a la zona llamada África Occidental, que es la zona noroeste del continente. El occidente  africano comprendería desde Marruecos hasta Namibia. Pero cuando se habla en los libros de África Occidental yo creo que llegan hasta Nigeria más o menos. Y por ahí se andaba nuestro conferenciante cuya procedencia es Costa de Marfil. 

Yo llevaba mi lápiz afilado (mentira, llevabas un bolígrafo verde) dispuesto a anotar nombres y países y asteriscos junto a los nombres para indicar mayor o menor relevancia. Pero, aunque algunos se mencionaron, estos nombres africanos resultan muy enrevesados para anotarlos al vuelo si los oyes por primera vez. Se mencionó a Chinua Acheve (Nigeria), Wole Soyinka(Nigeria), Chimananda Ngozi (Nigeria), Amadou Hampâté Bâ (Mali) –este lo anoté al vuelo y no fue mal que luego conseguí hallarlo en internet– muy alabado por el conferenciante, Leopold Senghor (Senegal). Pocos más. 

Según el conferenciante, y yo confirmo que algo había leído al respecto, la literatura africana se clasifica por grupos de influencia, es decir, por qué país occidental expolió con mayor eficacia el país africano y plantó en ellos su patota cultural, a saber: Anglófonos, Francófonos y Lusófonos. La literatura más conocida es la anglófona, porque, a qué negarlo, los anglosajones, antes los propios ingleses, luego su descendiente, el  imperio americano, siempre han sabido expandirse económica y culturalmente con menos prejuicios a pesar de los perjuicios que causen a los demás; así conocemos más a Bob Dylan y su padre espiritual Woodie Guthrie que a nuestro gran Pablo Guerrero o al aún más desconocido Joaquín Díaz, por ejemplo. Pero volviendo al tema Africano, también la literatura anglófona tiene características que la hacen más exportable o por mejor decir, la literatura francófona está escrita con un propósito menos comercial. Según el parecer del conferenciante, la diferencia entre la literatura anglófona y la francófona es que  la primera tiene un carácter más antropológico, es decir, tiene más tendencia a describir las transformaciones que han ocurrido debido a este choque de culturas, o más bien a este arrollamiento de la cultura occidental sobre las culturas africanas, a hablar de identidades perdidas, o búsqueda de identidades. Incluso a culparnos a los occidentales de sus males y hacernos sentir sonrojo, porque vergüenza no tenemos. Ese sería más o menos el tono de las obras bajo este paraguas. 

En cambio la literatura escrita en francés parece tener otro carisma, estar más concentrada en lo popular, lo identitario, no en la búsqueda de la identidad, sino en el desarrollo de lo identitario mismamente (o per se). Como referente tiene esta cultura la oralidad que es el medio, lo oral, de difusión cultural en las culturas africanas, representado (aquí venía bien lo de hipostasiado) por los Griott, o contadores, o narradores, llamados por diferentes nombres en diferentes partes (lectores, dice también que le llaman, siempre buscando traducción al castellano de la palabra original, intranscriptible). Así, la literatura escrita en francés, tendría como propósito reproducir  esos modos de expresión, esos ritmos,  cantos,  imágenes por medio de las cuales se expresan los mensajes en la cultura oral. Y así nos parecería, a los lectores occidentales, más cruda, más difícil de asimilar, porque requiere un mayor esfuerzo de suspensión y adhesión de conciencia que requiere toda lectura, al menos de ficción (no puede uno disfrutar una novela si la lee con actitud crítica, claro que tampoco puede uno leer una novela sin actitud crítica si la novela no hace más que meterte zancadillas; en eso está el detalle, como diría Cantinflas, que define a la buena literatura)

En cuanto a la literatura lusófona, no la mencionó apenas, pero acudiendo a mis pobres lecturas, podría decir que lo poco que yo he leído (José Eduardo Agualusa) se asemejaría más a cómo describió la literatura francófona que lo que dijo de la anglófona. No es hombre, Agualusa, de analizar sociedades y comportamientos, se tira más por la descripción y la fantasía y la creación de atmósferas oníricas que recuerdan más al realismo mágico latinoamericano que al normativismo anglosajón. Normal, la herencia portuguesa no podía traicionarnos, pese a sus flirteos con el imperio británico. 

Pues poco más puedo decir sobre literatura africana porque apenas he empezado a hacer mis exploraciones, y ya voy tardando porque pensaba empezar (también lo pensé el año pasado) mi travesía cultural con el comienzo del año que viene. Y poco he podido adelantar, tengo que decirlo, con esta conferencia que se me ha quedado corta y poco documentada, pero que me ha valido para salir de casa y practicar una actividad minoritaria como es la de escuchar a otros. Solo por eso me valió la pena. 




(*)Dagauh Komanan, licenciado en Historia Moderna y Contemporánea con una especialidad en Relaciones Internacionales por la Universidad Félix Houphouët-Boigny de Costa de Marfil

sábado, 11 de septiembre de 2021

Cenizas del paraíso, de Ángel Sánchez


Novela publicada en 2015 en una edición poco escrupulosa, me parece a mí, para la categoría de novela de que se trata. Porque es un buen relato sobre la invasión de la ciudad de Las Palmas por parte de las huestes de van der Does acaecida en 1599. Está escrita con un estilo que quiere parecer contemporáneo de aquel tiempo y que tal vez propone alguna dificultad de lectura, que con persistencia y atención se supera muy fácilmente. Es una escritura apretada, densa, y llena de sucesos en cada línea, porque cuenta al detalle cada fase de aquellos sucesos: la llegada de los piratas, el desembarco, la resistencia, el saqueo de la ciudad, los tanteos de rescate con la población residente, que había huido al interior, la retirada de los piratas, y sus posteriores aventuras, igualmente infructuosas, en la isla de la Gomera. Nos enteramos, o me entero yo, finalmente, de la muerte del que aquí denostamos como pirata, van der Does, en la isla de Sao Tomé de Guinea, en muy malas condiciones. 

Escrita con más rigor histórico, o esa es su apariencia, pues da la impresión de estar fundamentada no solo en documentos locales, sino en la propia documentación escrita por los invasores, y si no es así, lo fabula muy bien el autor, que con inspiración aventurera, que a eso también se prestan estas gestas, no sería una novela del tipo que están saliendo ahora, más dirigida a un publico juvenil, no. Esta novela no tiene un propósito, a mi juicio, meramente divulgador, de entretenimiento, sino que se propone, y yo me siento bastante convencido de cómo lo ha logrado, recrear literariamente aquellos sucesos desde una mirada de aquel mismo tiempo.

No es lectura juvenil, pero cualquier interesado en el lugar que habita y su historia tiene en esta novela un grato fundamento para armar su mitología local, que parece faltarnos mucho en esta ciudad. Yo creo que uno admira los lugares en función del basamento mítico que hayan sabido construir esos lugares sobre sí mismo, por eso todo el mundo admira ciudades como Madrid, Barcelona, París, y desprecia por no estar a la altura, sus humildes lugares de nacimiento. Ellos creen que aquellas ciudades tienen más méritos por los que amarlas simplemente porque salen más en las novelas y en las películas; no en los libros de historia que muy pocos leen, pues en ellos, esas ciudades tienen mucha menos importancia que otras que hoy apenas importan nada y que hunden sus cimientos en la historia y la prehistoria muy por debajo de las raíces de aquellas que tanto se aprecian. No digo que nuestra ciudad se de mucha más enjundia que otras ciudades, sino que también tiene su enjundia que vale la pena conocer. Conocer es amar y en ese sentido este libro te enseña un poco a amar tu ciudad, es decir, la ciudad de Las Palmas.

Lo que quiero decir es que este tipo de libros contribuye a hacer ciudad y a hacer ciudadanos, si no orgullosos, al menos no desdeñosos del lugar que habitan y me gustaría que esta reseña despertara la curiosidad de esos que tienen interés en conocer algo más que la epidermis de las calles que tan habituados están a pisotear sin fijarse en los detalles. A este tipo de cosas es a lo que me parece que contribuye la literatura también.

Bueno, no sé. También es una novela, con todo lo que ello implica. Abres y saltas en el tiempo y el espacio con toda seguridad en medio del caos, miedo, sangre, tiros, derrumbes, incendios que te rodean por todas partes. Cierras y vuelves a la placidez de tu hogar, te tomas un vaso de agua y otra vez a la guerra, ¿Qué más se puede pedir?

martes, 17 de agosto de 2021

Aromas de Crimen, de Rubén Naranjo Rodríguez

 Desconocía a este autor, y simplemente había pasado de su primera novela, El coleccionista de coprolitos, que sospecho, medio confirmo mirando internet, tiene las mismas características externas que me han atraído en esta: ese subtítulo que describe sucintamente el tipo de material de que trata el libro, novela oscura, casi negra, y el dibujo de JMorgan –tan acertado, ahora que ya la he leído–, que ilustra una brevísima circunstancia y el tono en el que transcurre. No soy lector exhaustivo y no estoy al tanto de las novedades. De vez en cuando me entra el ansia de descubrir a algún autor nuevo y echo, medio desganado, un vistazo a los escaparates a ver si alguna publicación me hace señales, y esta me echó un guiño con esos rasgos que he descrito.

También, por qué no decirlo, son rasgos que otras veces me repelen; una novela con aspecto de humorística y de género negro, es decir, el típico investigador privado que se pasea por las calles de nuestra, u otra, ciudad desvelándonos lo sucia, inmisericorde, corrupta, y fea que es. En cuanto al humorismo, hay que coger cualquier pretendida novela humorística con dos deditos hasta que uno no confirma que no es un pastiche de tópicos, actitudes y chistes más viejos que el Mistetas. 

Todo depende del momento, entre otras cosas, y este paseo por delante de la librería me cogió en el momento preciso, con la cartera en el bolsillo y poca gente en la librería. Y que iba de camino a tomar unas cervezas con un amigo y no llevaba ninguna novedad que comunicarle. 

Es una novela, en efecto, de detectives; un peculiar detective aficionado, el señor Teo Álvarez, cuyo oficio de pan y garbanzos es funcionario de la subdirección General de Vías Férreas de la Consejería de Transportes del Gobierno Canario. Me alegra que en ningún momento cometa la torpeza de explicarnos la existencia de esta peculiar subdirección en Canarias, haciéndonos a todos cómplices de la gracia implícita que conlleva. Como tiene mucho tiempo libre, se conoce que desarrolla otras aficiones, como esa de coleccionar cacas petrificada o consultar las hemerotecas, en particular la del Museo Canario. De ahí es de donde extrae la mayor parte de la información que necesita para encaminar su caso. En esta ocasión un atraco con asesinato, cometido en los años setenta en un supuesto primitivo centro comercial en la zona de Las Canteras. El personaje se interesa por las circunstancias de ese caso y, con la ayuda de los típicos asistentes, su vecina y compañera de copas, y la aparición de nuevos implicados, el asunto se va complicando.

Desde luego ya nos presenta a un detective peculiar. Más peculiar es su expresión llena de popularismos todos reconocibles y hasta olvidados ya por desuso. Esta expresión es extensible a los personajes aledaños a los que les hace hablar de manera muy teatral, abusando de ripios, proverbios consejas populares, o populachescas. Se nota, me parece a mí, la influencia del Pepe Monagas pero convenientemente actualizado. 

A mí me ha gustado la trama que se desarrolla correctamente sin excesivas complicaciones ni sofisticación de personajes o sucesos. Es una trama sencilla, con su sorpresa final como mandan los cánones. Los personajes son bastante esquemáticos, mirando la portada y en general los dibujos de JMorgan uno no tiene inconveniente en atribuirles esas características de viñeta, a lo que contribuye esos diálogos muy saturados de chascarrillos, siempre con esta retranca popular. Creo que este sería el mayor mérito de la novela, si no estuviera ya cogido por aquella de la chica chicharrera. 

Hay, me parece, algo así como un voluntarismo forzado de hacer la gracia al que acabas por acostumbrarte a fuerza de coherencia y que, ahora me viene a la mente, no está lejos de aquel personaje de Eduardo Mendoza en El Misterio de la cripta embrujada o El Laberinto de las aceitunas, novelas que no me parece que superen a esta en demasía. Al principio me resulta un poco excesiva esta abundancia de dichos y dichetes, bromas, chiste y demás, pero he de reconocer que desarrolla un personaje coherente y que esa coherencia se mantiene durante toda la novela sin estorbar la continuidad de la trama. Claro, este sobre expresionismo le quita dramatismo y es precisamente lo que lo convierte en una novela humorística.

A mí me ha gustado, hasta el punto de interesarme por la primera, en la que se presenta al personaje y se le encomienda su primera investigación. Esta una novela de entretenimiento, lectura rápida y sin grandes pretensiones, pero que llena el rato y que se lee con gusto y donde uno se reconoce en el habla, aunque acabe un poco por hartarse, y los lugares, que siempre ayuda a mirar de una manera distinta una ciudad que, por ser la de uno, siempre cree tener muy vista.



viernes, 2 de julio de 2021

La mirada de Anelio sobre Galdós

 


Ayer fui a escuchar y conocer a Anelio Rodríguez Concepción en el Museo Pérez Galdós.  Un autor al que nunca he leído, por aquello de que nunca se me cruzó por delante ningún libro suyo, pero del que siempre he oído hablar más que bien, no solo como escritor, sino como persona y palmero que es. (Ya sabemos que ser canario es una condición del ser, del pensar, del hablar, que, por ahí fuera, muchos reconocen y otros confunden, a mucha honra, con la de sudamericano. Pero también sabemos la multiplicidad de maneras que hay de ser canario, una por cada isla y luego dentro de cada isla una por cada pueblo, etc. Unos la disfrazamos o simplemente las encarnamos menos y otros lo hacen de manera casi paradigmática, y yo diría que Anelio ejerce la condición de palmero de esta última manera, casi de definición de diccionario).

Habló de Galdós, pero fijándose en su mirada, esto es, en cómo mira en los retratos para los que posó. Contrastando con estos nos mostró Anelio los retratos de los otros grandes autores de la época con los que Galdós se mide sin ninguna merma, pero que, sin embargo, a ojos del público en general, no pareciera tan grande como ellos: hablo de Víctor Hugo, Tolstoi, Dickens... Y lo que se evidenciaba en esos otros retratos era, en efecto, la mirada, o más bien, la actitud, del sujeto. En casi todos sus retratos Galdós aparece natural, con gesto de ciudadano común, sin ninguna intención de aparentar el gran autor que fue. En cambio, en los retratos de los grandes hay como un propósito de hinchar el retrato, la figura que aparece en el retrato, de toda el aura y de todo el prestigio de que ya se saben revestidos; hieráticos, henchidos de sí mismos, o, más bien, de ese personaje literario que encarnan. Mirando hacia el horizonte (Balzac, en un gesto muy teatral) o directamente a la cámara con una fiereza, con una autoridad, con una imposición de presencia que provoca escalofríos de admiración rendida en el espectador: esa es la intención que pareciera investir al individuo que llena el retrato. 

En cambio, en los retratos de don Benito, siempre aparece esa carita algo achinada, con los ojitos chiquititos que miran con no sé si inocencia o picardía, con un aire infantil y algo malicioso que se enmarca perfectamente en ese gesto de sostenerse la cabeza inclinada con una mano como los chiquillos desinquietos que esperan con fastidio a que el fotógrafo pulse la pera y se queme el magnesio en un estallido de luz para salir corriendo.  Algunos son casuales como ese sentado en una piedra, en medio del campo, con atavíos, se diría de cazador. Y ese otro, en el que aparece repantigado en la pared, sepultado por una enorme capa o manta, y acariciando la cabeza de un perro que posa con más dignidad que él, ya en esta época con gafas negras de cegatón, pero no encuentra uno un retrato en el que aparezca con una de esas poses de autor (hasta yo tengo una) que parece que imponen su presencia y autoridad (ni tanto, la mía, más de autor guay).

Admira esta falta de necesidad de considerarse un grande; no creo que Galdós fuera humilde, ni creo que dejase de creer en la importancia de su obra; era autor, al fin y al cabo, y por lo tanto vanidoso, pero  no se refleja esa vanidad en sus fotografías, como sí se refleja en las de los escritores mencionados. Resulta evidente que Galdós no escribía para formar parte de una élite privilegiada de intelectuales cuya opinión fuera tenida en cuenta y su fama se extendiera por generaciones, que muchas veces esa es la ambición que empuja a muchos escritores, o al menos, de esas consecuencias acaban revistiéndose cuando ya adquieren buena fama. Yo creo que Galdós escribía por convencimiento, y por oficio, y todo lo demás le sobrevenía como consecuencia: lo bueno y lo malo.  Y tal vez ese fue su pecado, y lo sigue siendo -- hoy diríamos que no se vendió bien que, como sabemos, es el principal factor para que un autor cobre fama (luego, obviamente, debe tener una obra  bien cimentada en la que sostenarla) -- para no ser considerado definitiva y mundialmente a la misma altura que el resto de grandes de su tiempo. 

Pero al mismo tiempo esta actitud suya le granjeó enemistades. Sostiene Anelio que Galdós no era hombre de ideología, sí de ideas. Y es probable que esta coherencia fuera en su contra, alguien que con su actitud, pero también con su palabra, e indudablemente con su obra literaria, se negaba a abandonar su lugar entre los que se consideraba que pertenecía, denunciaba, de algún modo la traición de esos otros que procediendo del mismo sitio creían haber alcanzado un lugar en una especie de Olimpo por hacer lo mismo y no mejor que lo que hacía Galdós.

Me dejo llevar por mis propias palabras, pero en esencia esta era la idea que, a mi juicio, pretendía transmitir Anelio en su animada charla. Mostraba su contrariedad al percibir que quizá no se le había dado consideración suficiente a la celebración del aniversario de su muerte. Y hasta incluso, escandalizábase, autores de gran divulgación como Cercas (lo conozco, decía Anelio, y le voy a tirar de las orejas cuando hable con él) o Vargas Llosa (llamé inmediatamente a Juancho para que hablara con él) se atreven a decir que no era tan grande como se le pretende hacer crecer. Insiste Anelio en que esa opinión solo puede estar avalada por la falta de lectura de la obra galdosiana. Y yo opino igual. 

domingo, 2 de mayo de 2021

El delator, de Juan Manuel García Ramos

 Esta novela, según reitera el autor a lo largo de ella, fue escrita durante el confinamiento por el COVID durante 2020. También en repetidas ocasiones se asimila esa situación de encierro con la que padeció el personaje objeto de este libro Domingo López Torres en la prisión de Fyffes, en Santa Cruz de Tenerife (Satán y Santa tienen las mismas letras, me acabo de dar cuenta por un error cometido al teclear, tengo una cierta propensión a desordenar las letras). Resalto lo de prisión porque eran unos almacenes cedidos por una compañía exportadora inglesa a los alzados para que los utilizaran como lugar de encierro de los elementos peligrosos para el nuevo orden. Entre esos elementos peligrosos para el nuevo orden se consideró a Domingo López Torres, aunque no está nada claro cuáles fueron las razones concretas por las que lo estimaron así, puesto que fue encerrado sin cargos, y fue asesinado, puesto que no hubo juicio, y por lo tanto, oficialmente, el nuevo régimen nada tenía que ver con esos hechos. Además, la forma de asesinarlo también parece muy poco protocolaria más propia de mafiosos, asesinos con deseo de ocultar pruebas o filibusteros con deseo de hacer sufrir a sus víctimas antes de matarlas: lo metieron en un saco con lastre y lo lanzaron al mar. Se sabe hasta el nombre del barco en el que cumplían la siniestra misión patriótica, El Sancho I.  

El problema que se plantea el libro es, por un lado, ¿por qué ninguno de los compañeros de Domingo López Torres en las correrías de la vanguardia cultural de la ciudad, a la que se adscribía con el mismo despliegue de actividades que los demás,  sufrió la misma pena o por qué, al igual que ellos, no pudo salvarse Domingo? Algunos de ellos fueron también encerrados por un tiempo en Fyffes, pero consiguieron mover las influencias suficientes. Otros ya las tenían movilizadas antes de ser siquiera amenazados. Se sabe que todos tuvieron que efectuar actos explícitos de arrepentimiento de sus actividades sospechosas para el nuevo orden y de adhesión a ese nuevo orden. Apenas un año antes había tenido lugar la escandalosa visita de André Breton, su esposa Jackeline y Benjamín Peret, y la exposición de pintura de vanguardia, además del fallido intento de proyectar El perro andaluz.  Uno se imagina a los periódicos encantados exagerando cualquier salida de tono de esta gente y a las fuerzas vivas escandalizándose protocolariamente (mientras por detrás se harían sus pajillas recordando las imágenes procaces, si es que lo eran, de aquellos extraños cuadros). Estos hechos habrían puesto en el candelero de la notoriedad a todos los participantes de las revista Gaceta de Arte, así que llegado el momento todos debían haber estado en el punto de mira de la inquina de los pacatos miserables que tomaron el control de la ciudad. Sin embargo solo uno recibió todos los palos, según parece. Los demás apenas unos azotitos y luego, también de esto los culpa la novela, la voz, en la novela, consiguieron medrar dentro de un régimen político, social y cultural que era todo lo contrario a lo que ellos mismos exaltaban en la etapa anterior. 

El otro punto en el que se centra, este, machaconamente, como un leitmotiv excesivamente sobrestimado en una obra musical, es el de quién fue el que pudo haber delatado a Domingo López Torres como elemento peligroso para las nueva era (de estupidez, infamia, religionismo de cartón piedra, botones forrados, fajines, hipocresía, …) que se avecinaba. Aquí se hace uso de un supuesto, o real, hermano de Domingo, que se empeña, a los largo de los años, en no olvidar que tuvo que haber habido una traición. Que alguien, en realidad todos los tiros van hacia uno, por salvar su vida, o por mejorarla dentro de nuevo orden, si es que no estaba en peligro, denunció al más desprotegido y las consecuencias, previstas o no, fueron fatales para él, al tiempo que el denunciante adquirió una ligereza que lo hizo flotar en la nueva sociedad, tanto económica –buenas colocaciones laborales– como culturalmente –prestigio en el ámbito cultural–.

El libro me ha resultado interesante, porque habla de una época mítica en la que brotaron muchísimos de los nombres que luego compondrían la colección en la que aprendí a leer literatura escrita por autores canarios. La época de mi admirado –y no se le puede menos que admirar, repróchesele lo que se le reproche, por haber escrito Crimen – Agustín Espinosa. Y la época de Juan Manuel Trujillo, otro autor, de bajo eco pero cuyo interés por construir un universo literario propio de estos lugares me pareció siempre admirable. Y naturalmente, Gaceta de Arte, y el surrealismo y todo lo demás de que se habla aquí. 

Por otro lado, esta novela, de algún modo tiene un propósito desmitificador. Transforma a esos mitos culturales en personas que reaccionan como tales, con sus cobardías y sus miserias, o con sus audacias, como Pedro García Cabrera, que consiguió huir de su prisión en Villa Cisneros. 

La verdad es que sorprende esa facilidad de adaptación (bien que ayudada por las criminales circunstancias) de algunos de los miembros de ese grupo cultural que estaba tan por encima de la mediocridad moral de la época, a lo que fue impuesto a continuación, todos sabemos en qué se convirtió el mundo cultural  y social bajo el régimen imperial del gracioso claudillo, solo hace falta leer los periódicos y la poesía de la época (menos mal que el humor se salvó un poquito).

Lo primero que uno sospecha, en realidad, comenzando a leer la novela, es que su propósito sea el desprestigio de una o varias figuras tradicionalmente encumbradas. Mi impresión final es que no. Es decir, no es su propósito, acusar y desprestigiar, sino como decía arriba, desmitificar, sin que ello implique despojar de sus méritos, a los miembros de aquella generación que con su capacidad de adaptación, digámoslo así, consiguieron librarse de las peores calamidades, que otros, por no tener tan buena cintura, recibieron en pleno pecho. 

La verdad es que, tras leer la novela, uno encuentra que ella misma justifica las razones por las cuales Domingo López Torres, fue el único que recibió el fatal castigo. Toda la novela no es más que una exposición de esas razones que distinguen a Domingo de los otros miembros de la generación, desde su extracción social, hasta su compromiso político expresado sin ninguna ambigüedad literaria en sus ensayos y artículos. Parece que no eran veladas sus simpatías por las alas más izquierdistas del republicanismo, por el comunismo al que se adhería a través del surrealismo de André Bretón, él mismo miembro del partido Comunista francés. No creo que hiciera falta ninguna delación explícita para considerarlo un elemento disruptivo del nuevo régimen de gozosa felicidad y fraternidad entre los hombres de buena voluntad que se avenía.  Así que, de algún modo, ese leitmotiv que domina el libro y que se pregunta quién fue el delator, resulta sobre expuesto, impostado, y le roba protagonismo a los otros temas del libro que me parecen más interesantes.

No estoy seguro de que sea una buena novela. Un crítico tendría muchos elementos en donde hincar el diente, como novela. En cambio como documento de introducción a una época, es decir, que le lleva a uno a preguntarse quiénes eran todos estos chicos de Gaceta de Arte y qué fue lo que realmente hicieron de llamativo, me parece muy correcto. Otro aspecto que destaco es el de la capacidad que ha tenido de hacerme sentir esa sombra siniestra, ese ala negra, que se cernió sobre nuestro país con el comienzo de la guerra y en algunos lugares, como las islas, el comienzo directo de la represión más arbitraria que transformó de la noche a la mañana todo un modo de vida ordinario, natural, civilizado, con sus más y sus menos, con sus luminosidades y sus oscuridades, en un pozo siniestro de miedos, delaciones, revanchas, o simple salvajismo criminal desatado.


miércoles, 28 de abril de 2021

El guanche en Venecia, de Juan-Manuel García Ramos




Como ya he dicho antes, la historia es bastante cierta. 

Los documentos hablan de siete reyes aborígenes traídos de las Canarias tras la conquista de  Tenerife como regalo para los Reyes Católicos y que ellos, con el desprendimiento de que siempre hicieron gala, los regalaron a otros. Uno de ellos cierto embajador veneciano que sería el que lo trasladaría a aquella ciudad. 

En la documentación histórica de Venecia, que al parecer era muy exhaustiva, se habla de ese regalo de carne y hueso de los reyes a las autoridades venecianas. De su intervención en una procesión religiosa con honores de gran dignatario (inmortalizada en un cuadro que no he pillado por ahí) y de las disposiciones que se toman con respecto a él, asignándole un lugar donde alojarse y una paga con que mantenerse. Hay en Venecia una Torre del reloj en que las dos figuras que golpean las campanas tienen toda la pinta de representar a los guanches tal y como se los ha imaginado la fantasía popular con sus tamarcos y sus barbas y toda la pesca, y que podría ser un homenaje de la ciudad a ese exótico regalo de los Reyes Católicos.

Luego, al parecer, se olvidan de él y nada más se vuelve a saber de su paradero. 

Esta es la ocasión que aprovecha nuestro autor para fabular un posible intento de regreso del rey Bencomo de Taoro, el nombre también es asignado por el autor, hasta su isla de Tenerife con el propósito de recuperar su independencia. Tras un intento de asesinato instigado por el propio Alonso Fernández de Lugo que se ha trasladado  con su recién esposa Beatriz de Bobadilla a la ciudad con ese expreso propósito, Bencomo decide intentar alcanzar sus tierras natales a través de la Berbería. Allí el azar le vuelve a enfrentar a Alonso Fernandez de Lugo, que en un intento de conquistar nuevas tierras en busca de la expansión y el enriquecimiento del imperio y suyo personal, se topa con una legión de bereberes, lideradas por el mismo Bencomo, que consigue impedir la invasión de las gentes castellanas anunciándose vivo y de vuelta a los guanches reclutados a la fuerza por los castellanos para sus correrías africanas.


La verdad es que escribiendo ahora el resumen uno cree que este argumento podría dar para un enorme novelón épico histórico con tintes mesiánicos, al estilo de el mito del rey que volverá para recuperar el orgullo y las viejas tradiciones edénicas de un pueblo que nunca dejó de ser libre o algo así. Esta no es ese novelón, apenas tiene doscientas páginas. Sí es un buen relato, satisface la curiosidad de uno, pero, en efecto, se queda un poco en apunte. Y no creo que el propósito del autor fuera otro que recrearse en la reconstrucción fantasiosa de la presencia de un aborigen canario, que por aquel entonces vivían prácticamente en la edad de piedra, en una ciudad tan cosmopolita como Venecia. Ese contraste tan extraordinario entre dos culturas tan distantes. 

Personalmente, siempre me ha dado curiosidad conocer adónde fueron a parar, qué se fizo de ellos, tantos canarios que fueron vendidos como esclavos en tierras peninsulares. Muchos, probablemente, morirían de asco y trabajos duros en plantaciones, pero otros eran exhibidos como curiosidad en los palacios, y lo mismo que le pasó a este Bencomo, eran tratados con sumo respeto y consideración. Lo mismo algunos llegarían a formar familias y tener descendencias, incluso premiadas con algún título nobiliario, que esas cosas se daban en aquellos tiempos. 

En fin, todas estas consideraciones se salen del propósito de esta reseña. Sí el libro está muy bien, es entretenido, dan ganas de profundizar en algunos temas, volver a leer otras referencias, que ya leí y olvidé,como el libro aquel de Carlos Álvarez sobre La Señora  doña Beatriz de Bobadilla, o conocer qué es lo que dice, dicen que habla de ello, el padre Bartolomé de las Casas, de la conquista de Canarias y del trato que se daba a los aborígenes.

Una novela interesante. Completamente diferente a las otras dos que he leído de este autor, sin puntos de contacto, a mi juicio, si no los buscamos con lupa, como esas visitas de Bencomo y su asistente Ursulo a las zonas más sórdidas de la ciudad de Venecia (común en todos los personajes de este autor esta vida nocturna de los personajes). Hasta el estilo, que aquí es muy funcional, muy al servicio del relato sin querer destacarse.

La impresión general que se queda es de que tal vez la novela se ha quedado en apunte. Que algunas secciones, como los paseos de Bencomo y Ursulo por Venecia y Padua hacen gala, tal vez muy evidente, de conocimientos del terreno por parte del autor. Que otros capítulos, como el de la muerte de Beatriz se quedó un poco sin explicación y metido como a contramano. En fin. Me atrevería a decir que no es una novela que le deje a uno con la sensación de haber leído una obra maestra, pero que ha sido una lectura satisfactoria.

 (Obras Maestras. de cada veinte lecturas, con suerte uno pilla una que le deja con esa sensación de haber recuperado la confianza en la literatura, en esa magia que uno anda buscando detrás de todo lo que lee y que a fuerza de costumbre de leer acaba olvidando que sigue buscando)



jueves, 22 de abril de 2021

El inglés, de Juan Manuel García Ramos

 Después del sudoku de Malaquita(autorreferencia) uno llega al nuevo libro así como entrando con prevención, empujando levemente la puerta entreabierta y mirando primero antes de pasar. Pero, bien, esto es otra cosa. Hay prosa fresquita, ligera, hasta bonita a veces. Empieza con buena frase:

Leí en alguna parte que escribir podía considerarse en ocasiones un ejercicio de autodestrucción.

Y sigue más o menos en ese tono y ese ritmo de escritor con medida y paso diestro, nada forzado. Le salen las frases elegantes sin hurgarlas. Se notan y se quieren dejar notar las lecturas y las influencias y hasta, estaría dispuesto a jurar que, las intenciones de esta novela que son rememorar esos relatos aventurero-filosóficos de gran, y varias veces referido, Joseph Conrad. Ese estilo suyo de un personaje que recuerda y narra la historia del personaje central, al estilo de Marlow con Kurtz o el otro Marlow de Lord Jim. También, y porque las influencias, me parece, son las mismas, me vino un poco, poquito, a la mente, Álvaro Mutis; pero en este libro, el muchacho(*) se queda y no viaja. Aunque sí lee y si rememora, a veces un poco pedantescamente, sus lecturas. Que son, las lecturas, libros de viajes y memorias de viajeros del siglo XIX, en particular aquellos que recorren el Atlántico y los Mares del Sur. Napoleón o más bien alguno de sus biógrafos, es también muy referido. Y, naturalmente, las clásicas lecturas de cabecera de todo intelectual, desde Nietzche hasta Dostoievsky, o vaya usted a saber, porque yo no soy intelectual y no sé de esas cosas. 

Pero la historia es lo que cuenta, nunca mejor dicho. Aquí se narra la historia de un señor que pierde el sentido de la existencia. Punto. Con esto queda resumido el relato. Ahora, si quieren, charlamos un rato. El personaje se llama Carlos Asturias Harrow, y le llaman el inglés porque su madre era inglesa. El chiquillo es un intelectual de tomo y lomo, que después de acabar sus estudios en el Liceo Marie Curie, de su ciudad, prosigue sus estudios de filosofía en England. En la misma universidad donde trabajó su admirado Bertrand Russell (¿El Trinity College es solo una Universidad o una parte de ella? Lo que sea. Ahí). Al regreso ya llega algo cambiado. Apagado, aunque nunca se ha destacado por su espontaneidad. Y ya empieza a manifestar sus extrañas ideas, sus desplantes como los califica el narrador, aunque disculpándolo

No es hastío –me confesaba– es el cerciorarme de que todo lo anterior fue estupidez 

Esta caída se frena un poco con sus clases en el Liceo, su noviazgo y matrimonio. Pero en cuanto nace su primer hijo es como si de pronto el hombre se viera empujado a una vida en la que no cree. (a mí, que he sido un padre responsable, siempre irritan estos comportamientos excelsos masculinos, eso de yo no estoy hecho para esta vida mediocre, justo cuando empiezan los trabajos y los días de limpiar culos y lavar los platos, y se largan dejando a la otra con todo el peso de la mediocridad encima y ahí te las compongas porque yo quiero ser libre). En fin. Esto es lo que hace nuestro personaje. Empieza a comportarse como un bohemio hastiado, y a ahogar sus penas y su hastío con amigotes y prostitutas, con los que, eso sí, tiene charlas de alto nivel. Todo esto, claro, contado con la admiración del narrador que excusa este comportamiento de esta mente privilegiada que no encuentra su sitio en el mundo. 

El relato, en suma, son los trotes de nuestro amigo por los bares de la zona baja de la ciudad. Las charlas con los amigotes que va juntando, que están tan perdidos como él en una vida sin sentido. Planes absurdos de embarcarse rumbo a esos fantasiosos lugares de los que hablan los libros que han leído. Mujeres que intentan atraerlo sibilinamente a una vida de orden y polvo semanal. En fin, eso. 

Todo a su alrededor se movía en torno a la desilusión y el acabamiento

Era un atardecer de otro día sin rumbo

un cansancio del alma que lo abatía

Algún intento de salir de esta situación escribiendo. Porque la escritura y la lectura

eran para él las dos operaciones más dignas del comportamiento humano

Pero tampoco eso consigue sacarlo de su aturdimiento vital. Al final el personaje desaparece. 

Un añadido posterior del autor en una reedición da cuenta vagamente de que esta desaparición no fue una muerte sino una puesta en práctica de esos planes de ir a buscar esos otros mundos fantásticos. Y que probablemente sea Tombuctú, la mítica ciudad sahariana, su último destino. 

El estilo, ya ven, nada que ver con Malaquita. Tampoco la estructura. El narrador es un amigo con el que tertuliea y diz que cuenta todo esto, que en muchas ocasiones son vivencias que solo podría haber narrado la propia persona, porque ha curioseado unos papeles que el personaje había dejado atrás. En este caso no está muy trabada esta justificación. Durante largos capítulos el narrador desaparece y se mantiene esa tercera persona que todo lo sabe en plan demiurgo, pero de pronto, en un capítulo, sale la cabecita del narrador recordándonos, inoportuna e innecesariamente me parece a mí, de quién es la voz que oímos (hubiera bastado con esos pocos capítulos iniciales y el epílogo final, y no lo hubiéramos echado de más). 

En cuanto a puntos de contacto con Malaquita, tenemos esta preocupación por el sentido de la existencia: también Ernesto, allí, iba dando tumbos, buscando un algo, que yo llamo sentido, sin resentimiento, sin amarguras, sin quejas, casi con aceptación inconforme. Otro punto de contacto son los llamados bajos fondos, los lugares de perdición de los hombres, las casas de putas, los bares de mala muerte con el suelo regado de serrín y cáscara de chochos, todo amalgamado en escupitajos. Pero, oye, sirven buen wiski de cambuyón. En esta se abusa un poco de las referencias literarias, algunas, tal vez extemporáneas; otras, que ayudan a crear esa imagen mental del personaje que saturado de fantasías, filosofías, altanerías que lo mantienen en una especie de incómoda levitación por encima de la realidad contante y sonante. 

Por lo demás me ha parecido una buena novela.  Tal vez me ha desilusionado algo porque leyendo la contraportada y algunas breves referencias me esperaba una historia más cosmopolita, algo más aventurera. En ese sentido no queda por debajo de Pio Baroja, que, con lo que lo quiero yo, al final de sus novelas uno siempre tiene la impresión de que se quedó corto. 

Posdata:

Olvidé mencionar que esta novela tiene un prólogo de Luis Mateo Díez. En él, además de alabar la novela, habla de su idea central como la de la reconstrucción de una vida comparándola con un viaje y también resaltando el hecho de que, dado que el narrador no es el narrado, necesariamente hay que suponer una parte de invención o de creación que al final conforman otra figura, quizá más legendaria (lo que debe ser leído), en tanto que se va creando a medida que se lee que real. 


(*) el muchacho es el héroe de las películas. Así nos referíamos a él cuando jugábamos, de niños, a imitar lo que habíamos visto y nos peleábamos por ser el muchacho. 

martes, 20 de abril de 2021

Malaquita, de Juan Manuel García Ramos

 Un libro raro y complejo. Mi primera impresión es de Muy «fragmentado, roto», pero dice en el prólogo J.L.Aranguren, que «de construcción muy trabada»  Eso estoy por verlo –me decía leyendo los primeros capítulos, que me parecieron endemoniados, por eso leí el prólogo, porque no me estaba enterando de nada. Sí, mucha fragmentación, mucha suciedad, mucho bajos fondos, hediondez, frases sin acabar o sin trabar, o que se te resbalan y no acabas de comprender. ¿Será que soy sunormá? Por eso me paré y leí el prólogo, a ver si es que yo era tonto o qué. El prólogo me tranquilizó. Algo apuntaba a esa extrañeza mía. Si don J.L también se sintió algo así es que no iba tan desencaminado yo estando tan perdido. Eso sí –continúo– «cargada de hedores, tristeza y desolación», desde luego. Pero luego sigue el prologuista «fácil de leer», ¡y una mierda!, o va a ser que sí que soy sunormá. A mí me estaba costando. Y creo que se desmiente cuando dice que hay que releer, que hay que ir «atando cabos» –será si uno tiene paciencia suficiente. Hasta donde yo he leído, las novelas fáciles de leer te ponen el cabo ya desatado en la boquita y ya masticado.  Pero ya antes había dicho que «de construcción muy trabada». Vamos que la novela es un acertijo, un crucigrama. No es un libro que se lea por el gusto hedonista de leer, creo yo, más bien se lee por orgullo, por descifrar el enigma, si es que hay enigma, que a veces no lo hay, solo confusión embarullada para que lo parezca, que no son pocos los que te dejan después de una anabasis de mil demonios, al borde de la nada, en la oscuridad, “chupando un palo y sentado encima de una calabaza”, como dice Serrat. 

Pues la terminé y corroboro todo lo que dijo Aranguren y me enorgullezco de no ser tan sunormá como me creo a veces. Historia la hay, y bien trabada, y cuando vuelves, a releer  de atrás para adelante te das cuenta de que, a lo mejor tampoco era tan endemoniado el comienzo, y estaba más clarita de lo que tu bisoñez (já, aunque les parezca mentira es la primera vez que empleo esta palabra en mi vida, –ya he pedido un deseo) de lector inicial te permitía ver. 

La historia creo que más o menos es esta. Ernesto Santos es un niño que se ha criado en orfanato de curas. Mal rollo, los curas, mal recuerdo. Algunos amigos de los que también hay que defenderse todo el tiempo, tanto como de los curas. Una tal Lorenza lo rescata del asilo. Lorenza lleva una pensión, la Florida, ¿o un asilo de ancianos?, y quiere al chico para que la ayude. Y… bueno, también le da otros menesteres. El chico es callado, triste, derrotado, sin impulso vital. Pero despierta el afecto de todos los que le conocen. Hay una tal Irene a la que el chico recuerda con insistencia. Ella se marchó y él no la olvida (esa historia no se cuenta, se recuerda). Hay otras como Teresita, que también trabaja en la pensión. Y doña Lorenza, claro. Pero ninguno consigue sacar al muchacho de ese pozo de tristeza en que anda siempre sumido. Por la pensión pasan algunos con los que hace amistad. Un tal Fonollosa. Padre de un pintor que a veces va a verlo. El muchacho va dando tumbos, sin rumbo. Lo llaman al cuartel. Mientras está allí muere doña Lorenza. También muere Fonollosa. Al muchacho lo licencian por inútil. Se busca un trabajo. Los papeles de Fonollosa dan un poco cuenta de su vida. El hombre estaba muy enfermo. Llagas purulentas y no sé qué más. Parece los pilló con una prostituta a la que conoció hace tiempo. Esa prostituta fue la tal Irene que una vez conoció Ernesto y que un día desapareció. Ernesto no lo sabe, porque los papeles donde se contaba eso los sacó alguien de entre las cosas del viejo, pero Fonollosa e Irene sí que lo sabían, que ella también era su madre. La Malaquita a la que debe el nombre el libro y que solo tiene un capítulo.  Después del cuartel Ernesto debe buscar un trabajo. También se busca un cuarto alquilado. Por esas calles de dios conoce al otro gran personaje del libro Dolores Imedio, Dolita. Es casi una anciana ya. Dolita es ninfómana, aunque nunca se menciona esta palabra. Es, o ha sido de buena familia. Su padre era tipógrafo, ganaba suficiente para mantener una casa. La madre mimaba mucho a su hijita a pesar de que esta tenía un comportamiento algo descontrolado. Cuando murió el padre se acabaron las comodidades. La madre también murió y ella quedó sola. Prácticamente mendiga, pero ella es muy orgullosa y no permite que nadie la trate de beneficencia. Cuando le entra el gusanillo arrastra a cualquiera a un rincón. Y todos saben que en cualquier momento ella está dispuesta. Donde sea. Cuando sea. Ya está vieja y gorda, pero su deseo aún palpita. Muchos se burlan aún de ella. Pero todavía encuentra quien le enjugue el ansia. 

Por fin se encuentran estas dos soledades y se reconocen gemelas, como diría un poeta. Ernesto y Dolita se acaban casando. Y son felices follando, que es como empieza, extrañamente, el primer capítulo.

Luego hay un hachazo final, pero para qué vamos a amargarnos la talde.


Mi comentario personal.

Este libro lo tenía por ahí, tengo la colección entera, los 52 volúmenes de Biblioteca Básica Canaria comprada semana a semana, excepto aquel famoso volumen 1  que nunca llegó a salir, y creo que nunca lo había leído. Como que tenía en menos a este hombre, que sufrió la poca fortuna de que conociera primero a su hermano, Alfonso, aparte de otros descréditos menores como que estuviera vivo y se dedicara a la política. Por otro lado, no me extraña que en aquellos años me produjera rechazo el comienzo de esta lectura, que, aunque es corta, tiene unas primeras páginas muy empinadas. Lo he escogido precisamente ahora porque hace poco que ha salido la más reciente novela del autor, El delator, y he aprovechado la llamada. También he oído que han reanudado la colección sacando una partía de obras de autoras, que en la nómina de estos 52 apenas salpican una o dos de nombre femenino. No me ha decepcionado en absoluto, al contrario, sale uno de la lectura tan reconfortado como después de haber completado un sudoku sin haber empleado el azar. Y por hacerle un desagravio he pensado que voy a echarle un vistazo a El inglés. Y también tengo interés por un Guanche en Venecia, historia de la que me enteré hace poco por un artículo de un historiador , Alberto Quartapelle, que se interesa por aspectos realmente curiosos de la historia de Canarias y del cual leí hace un tiempo un librito titulado El Hércules de las Islas Canarias y otras historias que me dejó un tanto perplejo porque no tenía muy claro si era ficción o historia lo que se narraba allí. 

Pero eso es otra historia. Esta se acaba aquí.