El número 48 de la Biblioteca Básica Canaria. Está claro que estoy en un proceso revisionista. Este libro tampoco lo había leído en su momento, ni este ni ninguno de los de J.J. Armas Marcelo, y supongo que ya ha llegado el momento. Hace años que tengo en la estantería otro suyo de carácter histórico, es de suponer, porque trata de un personaje de la independencia americana. Más de una vez lo he pillado y ojeado y he vuelto a dejar allí. No sé, hay un cierto rechazo, una procrastinación selectiva. Yo qué sé; que me cae mal el autor o algo. Cuarenta y siete años desde la publicación de su primera novela, El camaleón sobre la alfombra (sé que alguna vez lo tuve en las manos, tal vez si rebusco por ahí descubra que aún lo conservo) y a dos o tres o cinco de conservar en la estantería La noche en que Bolivar traicionó a Miranda consiento por fin en leer una novela de Juancho Armas Marcelo.
Mis primeras impresiones son, claro, que hay mucho e indisimulado, de –como él mismo declaró, por lo que dice en el prólogo María Rosa Alonso, en su primera publicación (en Inventarios Provisionales, una remota impresión que editaban él mismo junto a Eugenio Padorno, que incluían una serie de relatos titulados Monólogo)– , “Julio, Mario y Gabo”, y muy poco de autores las islas, del momento o de momentos anteriores. La influencia del último es la que se hace más notoria por tener un estilo más definido, más concreto, más temático concomitante con el de esta novela que va de caciques fornicarios y generaciones familiares en decadencia.
Reconozco que al principio leía con prevención, como cuando uno teme el engaño y no acaba de entregar completamente la confianza, pero he de admitir que hacia la mitad del libro me descubrí leyendo a gusto, ya sabiendo en qué ámbitos se está moviendo y qué es lo que se puede esperar. Y se disfruta de la lectura y de los sucesos por extraños o caprichosos que sean.
Que lo son, extraños y caprichosos, los sucesos que se narran. Caprichosos, porque no percibo una razón, una necesidad para todo lo que se cuenta, es decir, creo que lo que sucede va siendo creado al hilo de la fantasía más pura, por más que hayan puntos de contacto con la realidad, meramente simbólicos, meramente referenciales, pero sin ningún propósito de que creamos que el relato pretende hacer referencia de algún modo a este mundo nuestro de aquí fuera.
Nos cuenta doña María Rosa que el nombre del personaje del patriarca don Francisco de Rejón, al menos hace clara referencia a un personaje relevante de Agaete (¿tal vez Francisco Bethencourt de Armas?, por lo visto pariente en algún grado del autor); la ciudad o isla de Salbago podemos presumir que es más o menos Las Palmas de Gran Canaria, por más que no se perciba en absoluto ningún recuerdo de nuestra ciudad en esa Salbago aunque mencionen el café Madrid con bastante frecuencia, y la Frascachini recuerde a cierta actriz italiana que dejó memorable recuerdo en la ciudad. De Agaete, referido por su propio nombre, se habla del Huerto de las Flores, creado por la familia de Armas, como aquí por la familia de Rejón, y hacia el final, y ya esto serán guiños a los más conocedores, se habla de la tienda de Salvador y el cine de Alberto, y naturalmente lo sucesos finales tienen lugar durante las Fiestas de la Rama.
Son elementos de realidad que salpican el relato, pero que en absoluto contribuyen a darle realismo. No se trata de una novela ni realista, ni simbólica, para mi gusto. Simplemente es una invención a la manera de… que ha sido trasladada a este marco de referencia, pero sin mucha intención de que se refleje demasiado la realidad local, simplemente la nomenclatura. Esa manera de… es, naturalmente, la manera de la novela sudamericana del momento, y en este caso y más concretamente, la manera del ciclo de Macondo de García Márquez a mi modo, limitado, muy limitado, de ver.
La estructura del relato es interesante, doña Rosa la llama cubista, cito “Armas sigue el modelo de Vargas Llosa, la mezcla de las personas gramaticales o vitales para cortar el relato tradicional de forma lineal y alzar superficies cubistas, fragmentando el plano de la antigua narración clásica”. Añade que es “procedimiento barroco del estructuralismo”, ustedes sabrán qué hacer con eso.
Lo que yo he visto es que en efecto, si uno medita sobre lo leído, se narra, no exhaustivamente, las historias de tres personajes de tres generaciones. El primero es don Francisco de Rejón, que sería el patriarca. Es a él al que le debemos el título de la novela, pues de sus viajes por las Américas se termina trayendo la idea de cultivar un árbol prodigioso capaz de hacer brotar de sus diversas ramas frutos diversos, además de otros prodigios sicalípticos. Su historia se centra en su relación con una dama de la aristocracia a la que sabe retener con su prestado (obtenida de la sabia del árbol mencionado) virtuosismo venéreo. Ni que decir tiene que todos los personajes centrales son unos fornicadores furiosos y eficaces que satisfacen a plenitud a las damas que caen bajo sus penes prodigiosos.
El segundo personaje, Juan de Rejón, es hijo del anterior, el famoso hijo rebelde de toda familia de bien, que para más inri es bastardo, es decir, una mutación de la sangre. Esta parte transcurre durante la guerra civil, destacándose el carácter de privilegio de la familia, que por lo tanto no sufre en absoluto los rigores de la contienda. Se aprovecha, la guerra, para introducir la semilla de lo mágico, o extraño, que ha de acontecer más adelante. El personaje, naturalmente, lucha con los republicanos y tiene que huir tras la guerra. Pero lo hace con una felonía que le sitúa económicamente en una buena situación, de modo que cuando su hijo regresa a la isla, lo hace como potentado.
Y así llegamos a Horacio Rejón cuya historia es lo que se llamaría el hilo conductor, pues del relato de sus peripecias nos vamos desviando, intercalándolas, hacia las historias de los otros personajes conformando ese cubismo mencionado arriba, o como detalla doña María Rosa “ese tapiz no lineal sino quebrado” que conforma toda la novela. Horacio, al igual que el abuelo y su padre, tiene una atrabiliaria historia romántica con una mujer que acaba en tragedia.
El tiempo del relato es muy mítico, es decir, muy poco creíble, muy poco realista, aunque se mencionen sucesos que uno pueda localizar en esta realidad, como la misma guerra civil; la extraña mención, en algún momento, de la televisión; la singular alusión a la detención, ocurrida por lo visto, realmente, de César Manrique por tomar el sol en pelotas en alguna de nuestras playas; y hasta el bombazo que le pegaron al difunto almirante Carrero Blanco, aquí mutado en un improbable Anastasio Somoza, huido de su Nicaragua natal para traer aquí una extraña peste que asola la isla.
Como digo, si tiene un tono el relato, es mítico, puramente narrativo, creándose un mundo propio a base de retales tomados de la realidad tejidos de manera que conforman una historia digamos que auto contenida, flotante, de la que no es posible sacar conclusiones, moralejas o tesis.
No me ha desilusionado esta lectura tan largamente demorada. Tampoco me ha sorprendido, es bastante de lo que me esperaba. La prologuista se lamenta mucho del lenguaje vulgar “salpicado del taco obsceno, coloquial de la gente de ahora”, es un lamento que reitera varias veces a los largo del prólogo, que podemos resumir en la siguiente cita: “Para describir ambientes angustiosos de porquería, salpicados con la bronca palabrota, el autor posee unas excelentes facultades literarias…” que me parece que está expresado con un tono irónico y de disgusto, pero aceptando la realidad y no menoscabando por ello al autor. Bien es verdad que se refiere también a las novelas anteriores de las que hace un análisis muy clarificador pese a sucinto, pero que te sitúa, creo yo, muy acertadamente ante la obra del autor. En esta novela, ya su quinta, nota ella cierto remanso en este vocabulario aunque aun le atribuye una muy buena capacidad para “la estadística de la náusea fisiológica, perito en bascas intestinales y perversiones del sexo…”. Desde mi punto de vista he de afirmar que la mujer exagera un poquito esta repugnancia, pero ayuda, con ella a dar una impresión del carácter de la novela muy alejado, eso sí, de las actuales precauciones en lo referente a reivindicar con excesivo entusiasmo las características más deplorables del comportamiento masculino.
También incide en la inquina que el autor manifiesta en sus obras por la condición de isleño rechazando de plano la alabanza a la tierra y sus habitantes ilustres y pedestres, y sustituyendo esta alabanza por una feroz diatriba. Tal vez ,como rechazo a esa actitud ramplona y vulgar de engrandecer lo propio en detrimento de todo lo ajeno que era común en aquellos tiempos en que se recuperaba un cierto orgullo regional y que aún subsiste en quienes siguen reclamando la restauración de antiguas supuestas grandezas acalladas por un imperio castrador, nuestro autor adoptaría, en su obra, el papel de “un canario que se sienta en el peor de los mundos y que fustigue a su isla con el azote de una maza de hierro…”, “...novelista extraordinario e iracundo…” que “...ante el elogio tradicional del isleño por su tierra…”, “...establece el improperio y lanza el antielogio...”. Tampoco, sin embargo, en esta novela he percibido nada de esto, de hecho, no percibo ninguna referencia a lo autóctono en esta novela, salvo la nomenclaturas de lugares y sucesos insertados dentro del relato que simplemente le dan color y dimensión pero nada manifiestan, ni a favor ni en contra, acerca de ser canario (*tal vez hay que exceptuar una descripción de la fiesta de la Rama en Agaete en términos diría que bastante afectuosos), o vivir en las islas, o simplemente en islas, nuestra situación política o económica, etc. No me parece que la novela tenga la más mínima intención de reflexionar ni siquiera marginalmente sobre esas cosas. Y es bueno que así sea, y que uno la disfrute como simplemente lo que es, un relato de imaginación.
Dicho esto, tal vez me anime a leer esa otra novela que tengo pendiente en la estantería de los libros por leer hace tanto tiempo. Si ocurriera, ya sabrán de ello.