Un novelón. Una novela acabada. De esas que te dejan la sensación completa de haber estado, de haber conocido a esos personajes y tenerles simpatías y antipatías. Y las simpatías y antipatías no son de trucaje, sino que se la ganan los personajes mismos. Se la gana el Cura Macho, Arcadio Rivero, que no recibe más que vituperios por parte del narrador todo el tiempo (amables vituperios, vamos a decir); en efecto, el personaje es un mal bicho, pero sin embargo es su gesta, su épica la que se narra. Y uno, como Abraham Sarmiento, fiel escudero, lo admira a pesar de todo. Y Vicente Colinga (alias Vicente “peligro”) o Celso Monagas, con ser unos atravesados, tampoco son maltratados (sí señalados como antagonistas, eso sí) y a uno le caen mal porque son como son, y uno tiene sus filias y sus fobias, pero no porque el autor nos empuje a odiarlos, ni mucho menos. Yo diría que el peor tratado es Marcial. No se le llaman más veces «bruto» porque no cabe, y aún así, el pobre hombre, en parte tiene razón cuando se comporta como un bruto, y hasta al final es castigado por el autor, a este sí nos lleva a despreciarlo, como todos en el pueblo de Canales, con esa burla final de Carmencita y su muerte a medio cumplir su última maldad.
Pero es que toda la trama es admirable. Esa saga de las Cruzadas, (del apellido Cruz y de sus furores eróticos que le viran el ánimo) que se extiende a lo largo del tiempo no por línea familiar, sino por línea putativa ( aludiendo a que, salvo contadas excepciones, ninguno de los Cruz es hijo de quien les dio el apellido), tan admirablemente tejida, donde no deja por rematar ningún hilo, desde la primera Cruz, la Crucita, que concibió de cualquiera de los marineros de aquel barco que tuvo que detenerse en las costas de Bardinia a reparar su arbolado de camino para Cuba; hasta la última Isabel Cruz, que quiso adelantar al alma de su hijo para interceder por él a las puertas del cielo aprovechando que su marido Crispín Rivero tenía tanta influencia con San Pedro.
El ámbito es Bardinia, que vagamente recuerda a Gran Canaria sin ningún ánimo de historicidad. Al contrario es un aire muy, todo hay que decirlo, pues recuerda mucho a esos ambientes macondianos, García Márquez. De hecho en lo primero que piensa uno cuando inicia la lectura es en Crónica de una muerte anunciada, y es evidente que la novela sigue esa estructura de informarnos (aquí está más o menos insinuado) de la muerte del personaje desde el inicio de la novela y luego desarrollar toda su historia hasta retomar el punto en que lo vemos al principio, sentado en el patio tomándose su cacharro de sándara, y cae de lado herido de muerte dejando escapar el líquido ingerido por las heridas con que lo han finado. El tiempo en que transcurre es en los primeros años del siglo veinte, hasta un poco traspasada la Guerra Civil Española, mencionada con matices, pues los hechos históricos apenas cumplen una función narrativa sino meramente ambiental, sin destacar demasiado su influencia.
Un fraseado musical, sonoro, de los que da gusto leer en voz alta. Con esas perlas verbales que introduce (*)que le dan un aire popular pero sin exagerar. Que recuerda a esa espontaneidad con la que habla Emilio en público, que deja entrever su leve sorna en algunos párrafos pero que apenas interviene en la narración como narrador, si no es de una manera muy contenida (el narrador, sin embargo, se supone que ha recibido toda la historia de Abraham y es, por lo tanto, parte de la ficción), espontaneidad que yo echaba de menos en los otros libros suyos que he leído, como he mencionado en la reseña de El reloj de Clio. En esos otros hay como una voluntad claramente percibida de expresar la ideología del autor, sus simpatías por la causa femenina, por ejemplo, y una contención verbal, una especie de prudencia de corrección que aquí no se percibe, tal vez sea impresión personal.
Una novela de las que uno se dice “cómo no la he leído antes”, cómo me han colado como mejores otras tantas que tienen poco que medirse con el gusto con que leído esta. Responsabilidad mía, sin duda, cuándo vengo a leer o cuándo dejo de leer algo. Y placer mío también llevarme estas sorpresas que demuestran que el pasado ni mucho menos está agotado todavía, al menos en lo que a libros se refiere.
(*) unas pocas perlas:
“Siempre se dijo en Canales que Rosario Colinga cogía filo en cualquier piedra”.
“La vieja se vistió en lo que el diablo se restriega un ojo”.
“Nos cogió en lo sembrado” –así le explicaba Arcadio a su madre la escena que habían tenido poco antes con Marcial, compartiendo el plural con Carmencita, la mujer de éste– .
Este Marcial aún no sabía del asunto entre Arcadio y Carmencita, a pesar de que lo sabía todo Canales, porque
“A Marcial no se lo contaron porque decían que de cabrón no pasaba”
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