martes, 4 de junio de 2024

Arenas Blancas, Juan Ramón Tramunt

Es la última novela publicada hasta la fecha de JRT. Fui a la presentación. Me llamó la atención. La compré y la leí en el fin de semana. 


¿Por qué me llamó la atención?

Pues porque está ambientada en el Hierro y en una época pretérita. También porque recordé las novelas de Víctor Álamo de la Rosa, enmarcadas también en aquellos parajes y de las que tengo bastante buen recuerdo. Las novelas, al igual que el cine o la fotografía, te hacen viajar de una manera que es más íntima que el viaje mismo, el estar allí. No sé si  «más íntimo» es la palabra pero ciertamente uno (yo) cuando viajo lo hago con una falta de entusiasmo con una frialdad que se corrige enteramente después cuando recuerdo el viaje con melancolía y con felicidad de haber estado. Leer es una especie de recordar, solo que experiencias que no vivimos realmente. 

Esta novela es muy amable. Se lee sin ningún sobresalto emocional. Esta es, creo, una característica común de las novelas de JRT. Lo digo sobre todo por otra suya que he leído y he referido en este blog, Anturios en el salón, donde todo transcurre con una serenidad muy apacible pese a estar hablando de un medio casi post apocalíptico.  En aquella, el único momento algo intenso que recuerdo es la pelea con el perro en las laderas de Roque Aguayro. 

Aquí, pese a que la situación se presta a muchas incomodidades y algún que otro conflicto hay, la narración se mantiene con la serenidad que creo una característica del autor. La situación es bastante estereotipada: un cacique en una zona aislada donde prácticamente es todo poderoso y no tiene ninguna resistencia, y de pronto aparece un elemento extraño que revoluciona el estado de cosas con su presencia, sobre todo con su independencia frente al señor.  Pues bien, el autor nos ahorra las típicas escenas de  brutalidad caciquil impune sin que por ello nos dejemos de hacer una idea clara de la situación. Lo cual, dicho sea de paso, me parece más real, más auténtico, más cercano a cómo se desarrollan las cosas este mundo. Y da pie a narrar otros aspectos de la convivencia que meramente las situaciones críticas de enfrentamiento. Sobre todo destacar la presencia del paisaje, físico y humano, que parece realmente el protagonista de la novela, en la cual la historia fuera una mera excusa.

Una de las bondades de esta y otras novelas de JRT es, a mi juicio, que está muy bien tramada. La historia está bien construida, diría que con planificación. No es una historia complicada, no hay demasiados elementos que coordinar, pero aún así hace falta tener oficio para organizar y cerrar bien una historia sin que por momentos nos parezca, no sé, inútil, lo que nos están contando, sin que hayan tramos que nos resulten meros rellenos. Es una impresión general, probablemente muy subjetiva, esta que trato de describir, la de que se ha contado lo que había que contar para hacer avanzar la historia y que se ha cerrado como debía cerrarse, sin más y sí menos. Por contraste con otras obras donde muchas veces se queda uno con la sensación de estar leyendo como al pairo hasta que venga de nuevo un viento narrativo y nos siga llevando hacia adelante. También acaba uno muchas veces novelas que le dan la sensación de retales, de trozos  dispersos mal unidos. Y aún otras que habiéndose desarrollado bien terminan abismándose en un brusco final poco desarrollado.  Yo diría que esta novela salva bastante bien todos esos defectos. 

Ahora bien, la prosa de JRT, con ser perfectamente correcta, invisible, diría yo, lo que es una magnífica cualidad, es también fría, casi profesional, dicho en un sentido menospreciativo (esto es una fobia personal, entiendo que la profesionalidad se contrapone a lo vocacional, a lo lúdico; lo profesional es efectivo, inemotivo, con objetivos pragmáticos, mientras que lo vocacional, lo lúdico, emocional, simplemente es por querer ser, sin objetivos, sin valoraciones, por eso a veces resulta muy bueno y a veces resulta muy malo); adolece, otra vez una impresión personal inexplicable, de una falta de dimensión, tal vez emocional, tal vez es otra cosa que no sé decir. Y supongo que también me parece que adolece de falta ambición literaria, o por lo menos no aprecio un propósito en sus novelas una dirección. Es, en efecto, un gran narrador, capaz de tramar una historia a partir de anécdota cualquiera, pero sus novelas siempre me dejan con una sensación de insatisfacción, de que algo les falta.

Tengo que decir, para mitigar un poco el desencanto que estas palabras puedan traer, que lo mismo me ha pasado siempre con Pio Baroja. Que considerándolo un  «grande» , sus novelas siempre me han dejado con un regusto como de haberse quedado a medio camino de algo más grande. Lo que no me ha impedido releerlo y apreciarlo cada vez más. Sin embargo, y lo menciono porque en mi fuero interno los comparo, ese algo siempre lo tiene otro autor al que aprecio que es Joseph Conrad.  Siempre me ha parecido que Baroja se quedaba como a medio camino de Conrad, teniendo ambos una cierta semejanza. 

Pero volviendo a JRT ese algo que a mi juicio le falta debe estar relacionado con esa frialdad de estilo que menciono, con esa neutralidad y, por qué no, con ese carácter suyo – atrévome a calificarlo desde la distancia de espectador – como retirado, sobrio observador desde dentro, y que sorprende siempre con una sorna con mucha retranca en algún comentario a veces difícil de interpretar – dicho sea como impresión general, sin tener en mente un ejemplo preciso que aportar.

En resumen, a mí me pareció una buena novela. De lectura ligera, bien organizada, amable por no sorprender al lector con situaciones incómodas, con su punto justo de conflicto y resolución aceptable.  Pero sigo esperando, tal vez su gran novela, lo que no es malo, porque seguiré leyéndolo a ver si llega. 

miércoles, 24 de abril de 2024

El asesinato del presidente Kennedy, de Luciano E. Armas Morales




El asesinato de Kennedy no es que sea precisamente uno de los temas de la historia que más me obsesionan. Ni de los que menos. Siempre me ha importado poco. De hecho soy más de la banda que los que opinan, como ellos opinaban, en las películas, referido a los indios, que los únicos presidentes americanos buenos son los que ya han pasado a mejor vida. Mejor para nosotros. 

Sin embargo es claro que este hecho es uno de los hitos de la historia del siglo veinte. Y todavía siguen dándole vueltas. No precisamente porque haya sido el único presidente asesinado. Creo que hasta tres, de EEUU, lo fueron antes que él. Y decenas, centenas, antes y después que él, y de la mayoría de ellos, he de decir, se sospecha que lo fueron por orden de algún empleado del gobierno de turno de los Estados Unidos, con la ayuda de empleados del gobierno de los Estados Unidos, financiado con dinero de los Estados Unidos, diz que para salvaguarda de los intereses de los Estados Unidos… y del mundo libre. 

Dense cuenta que no se dice lo mismo de esos monstruos comunistas. Si comparamos la literatura que habla de unos y de otros apenas encontraremos libros en los que se siembre la sospecha de que los comunistas haya instigado para derrocar un gobierno extranjero, acudiendo, si es necesario al asesinato de su presidente de turno. Lo peor que han hecho, a este respecto, por lo visto, los comunistas, es el pioletazo en la cabeza al bueno de Trostsky en México. Mérito que le debemos a un español. 

El caso es que hace un tiempo, algo pretérito, me cayó de rebote un libro, alguien lo desalojaba y yo le dí asilo. Y un tiempo menos pretérito me dio por leerlo. Se trataba de Libra  de Don Delillo. 



Era la primera vez que yo leía con cierta profundidad algo sobre el asesinato de Kennedy. Sí que sabía que había muchas dudas sobre que Lee Harvey Oswald fuera el verdadero asesino. Había visto la película de Oliver Stone, JFK, sin quedarme demasiado con todo eso de los múltiples tiradores, de la bala mágica, de la película de Zapruder que ponía en evidencia el informe Warren y todo lo demás; pero en el fondo no podía aventurar ninguna hipótesis de las muchas que circulaban por ahí. La única que no era admisible es la de que un tipo loco llamado Lee, con simpatías comunistas, le había pegado un tiro al presidente y luego un honesto ciudadano irritado, llamado Jack, había vengado al país ejecutando al magnicida delante de las cámaras de televisión que retransmitieron el evento a todo el mundo.  

El libro de Delillo reconstruye la vida de Lee Harvey Oswald, supongo que medio novelado medio basado en una amplia información que puede encontrarse sobre el tema. El chico en efecto tenía simpatías comunistas. De hecho llegó a exiliarse en Rusia y pidió asilo político asegurando que tenía información secreta sobre actividades de los militares yanquis en el pacífico, donde había sido destinado durante su etapa marine. Los rusos estudiaron su oferta, comprendieron que no tenía nada y lo devolvieron al país para quitarse de encima un cáncamo. La forma de describirle que emplea Delillo lo deja bastante desprotegido intelectualmente, he de decir. Es cierto que tampoco se puede atribuir serenidad y reflexión a un chico de menos de veinticuatro años, que eran los que tenía cuando ocurrió todo. En sus andanzas tuvo contactos con los grupos anticastrista, siendo él, supuestamente de aficiones contrarias. Delillo propone en su novela que el chico es, como él mismo se describió cuando lo detenían, un patsy, un cabeza de turco de toda una trama cuyo origen es el descontento de unos cuantos agentes de la CIA a los que Kennedy despidió de sus puestos de responsabilidad por el asunto del intento de invasión de la isla de Cuba. 

El tal intento fue que la CIA tenía, ya antes de que Kennedy subiera al poder, un plan para invadir la isla de Cuba, por Bahía Cochinos. Naturalmente de eso los americanos no serían responsables, todos los que desembarcarían serían cubanos exiliados que una vez dentro recibirían ayuda de los desesperados cubanos del interior que estarían ansiosos de rebelarse contra el tirano. No ocurrió como esperaban y la CIA solicitó apoyo aéreo al presidente Kennedy pensando que, puesto que la cosa ya estaba en marcha, el hombre no se negaría. Pero se negó. Una cosa es apoyar operaciones secretas, que aunque todo el mundo sepa que..., nadie pueda afirmar nada con seguridad, y otra muy distinta enviar aviones del ejercito regular a bombardear un país extranjero sin mediar provocación. Y menos si ese país estaba estrechamente apoyado por los rusos, que al año siguiente tuvo lugar el incidente de los misiles que estuvo a punto de desencadenar una guerra nuclear. 

Así que había una sección de la CIA relegada a puestos menores que le tenía mucha rabia al presidente. Por supuesto los disidente cubanos que poblaban los estados del sur tampoco estaban muy contentos con él, y por último y no menos importantes, sino mucho más importantes, lo numerosos grupos mafiosos que se vieron perjudicados por la revolución cubana, que tenían grandes hoteles y muy sustanciosos negocios en la Cuba de Batista, de los que se vieron despojados con la llegada de Fidel (del que, por cierto, se dice que es el dirigente que acumula más intentos de asesinato hacia su persona, por lo visto gran parte de ellos instigados, sin que nada pueda demostrarse, por los servicios de inteligencia norteamericanos; que en todos estos casos, por lo visto, fueron menos inteligentes que los cubanos).

Este grupillo organizó el asesinato del presidente cuando estaba haciendo una de sus excursiones propagandísticas en vistas de las próximas elecciones. La elección de Dallas no era trivial, puesto que Dallas es unas de las más importantes ciudades de Texas, uno de los más importantes estados del, llamado, Sur al que se le atribuyen todos los males con que se mancha el nombre del imperio: racismo, supremacismo, capitalismo desaforado, armamentismo, y cualquier otro ismo que suene mal a oídos de una tímida alma de simpatías izquierdistas, como es la mía. En cualquier caso tampoco fue la única, solo que las anteriores ciudades candidatas para al magnicidio fallaron, es decir, se descubrió la trama y hubo que desmontarla.

Delillo incluye todos los elementos que la comisión Warren obvió y que luego, la investigación del fiscal Garrison desveló: desde la imposibilidad de tres disparos en cinco coma seis segundos y con la magnífica precisión con que fueron realizados, con aquel arma que supuestamente incautaron en el lugar donde supuestamente había disparado Lee, del que no constaba ningún historial como tirador de élite; hasta la existencia clara de múltiples tiradores desde diferentes ángulos. La imposibilidad de la famosa bala mágica que hizo giros y vueltas atravesando capas de tela y de piel y apareció intacta en la camilla junto al cuerpo ya difunto del presidente. Pasando por las curiosas relaciones entre muchos personajes implicados, empezando por el honesto ciudadano Jack Ruby que era un mafioso de la ciudad muy relacionado con las mafias de Florida que estaban tan molestas con el desaire que Kennedy les había hecho cuando lo de la invasión y que hacía muy buenas migas con la policía y con el FBI.  También Delillo incluye, como eje de relación de su narración un investigador que va recopilando información, muchos años después, hacia los setenta, y que supongo que es una alusión a las otras investigaciones que se encargaron oficialmente sobre el asunto y que al final siempre concluían que sí, que lo habían matado, que no se sabía muy bien quien, pero que eran muchos y muy poderosos, aunque nadie que podamos señalar, y desde luego ninguno de nosotros. 

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Y andando más tiempo todavía, después de haber leído este libro, me enteré, no sé por qué canales, de la aparición del libro de don Luciano. Lo tomé como una de esas casualidades que se dan en la existencia, cuando hay una coincidencia azarosa de sucesos que parece que quieren señalar a un lugar hacia el que deberías mirar por si acaso por allá se encuentra tu destino. En mi existencia las suelo detectar con alguna frecuencia aunque nunca consigo descifrar el mensaje que quieren transmitirme, y miro hacia otro lado, y por eso aquí sigo, mas perdido... que ebrio sin hogar en la noche de una ciudad extraña, que es la vida – lo de la ebriedad es porque me acabo de abrir una cerveza… vamos, que no quería poner algo tan manido como más perdido que un bobo en un desierto, sobre todo porque ya no podría poner bobo sin ofender a muchos y tendría que acudir a una perífrasis del tipo disfuncional psicológico o persona con capacidades intelectuales no normativas, y se me queda muy largo – . En fin, que coincidió la salida del libro de don Luciano con mi reciente lectura del libro de Delillo. Al principio no le di importancia, así que mi destino se empeño en darme más pistas y me puso el libro ante lo ojos en la papelería donde suelo comprar el Mundo Diplomático, para seguir cultivando mi disidencia política de salón. Y a las tres o cuatro visitas, o dos o tres, que se puede traducir en meses porque esa es la periodicidad de la revista política, adquirí el libro. 

El libro me ha sorprendido por lo inteligente (cuando uno dice que algo es inteligente, es porque de algún modo lo ve afín a como uno piensa). Yo me esperaba más bien uno de estos fanáticos de los asuntos americanos, un adorador del imperio que lame todos los lugares comunes con que constantemente nos están bombardeando para convencernos de que el modo de vida americano es el nuevo edén que llevamos esperando desde el asesinato de Jesucristo. Pues no. Hay inteligencia en las hipótesis expuestas, hay rigor en las lecturas realizadas, aunque adopte una estructura naif como esa de estar monologando con su nieto. 

Repite muchos elementos que ya había leído en Delillo, pero añade otros que aquel no menciona, como la intervención en la trama de los grandes empresarios petroleros de Texas y sobre todo la implicación directa del, en aquel entonces vicepresidente de Kennedy, Lyndon B. Johnson, que luego ocuparía el cargo de presidente sustituto. La principal motivación de estas grandes fortunas petroleras y armamentísticas sería, primero y más directa, que el presi quería eliminar una exención de impuesto que tenías las petroleras de más de un 27% que supongo que sobre los beneficios de estas empresas resulta una cantidad brutal, y que, sobre todo, significaba un agravio para el resto de la industria; por otro lado tenían contra él (aparte de su tibieza con lo de Cuba) que el hombre era pacifista y quería llegar a acuerdos de limitación de proliferación de armas nucleares con la Unión Soviética; y no era nada partidario de entrar en la guerra de Vietnam. En fin, los hermanos Kennedy no tenían buena prensa entre las mafias importantes. De hecho Robert Kennedy, asesinado cinco años después, era un grano en el culo de las mafias que, dicho sea de paso, trabajan codo con codo con los organismos de seguridad del estado (CIA, FBI) para erradicar el comunismo del suelo patrio, a cambio, naturalmente, de que no se les molestara demasiado en sus actividades delictivas. Pero al parecer el fiscal Robert Kennedy, apoyado por su hermano el presidente, se había fijado como objetivo erradicar toda esa corrupción.

Esta es más o menos la hipótesis que aporta don Luciano en su libro, intervención de las grandes fortunas y implicación de políticos de relevancia como el mismo Lyndon B. Johnson o Richard Nixon, y parece bastante convincente. Quiero decir que si muchos consideran este evento del asesinato de Kennedy como absolutamente relevante del siglo veinte, no es porque se hayan cargado a un presidente más o menos sino porque quienes lo hicieron son esos famosos poderes en la sombra que rigen los destinos de un país influyendo a fuerza de dinerazos en el totiso de los políticos, dirigiendo sus decisiones hacia los intereses mercantiles que más les convienen. Y a los que disienten de esas directivas se les anula por medio de escándalos mediáticos, amenazas directas o hechos consumados. 

Esto creo que es el gran punto de inflexión que tal vez significó el asesinato de Kennedy. El momento en que el dinero empezó a regir directamente las marionetas de la política, levantando o derrumbando gobiernos, conjurando o mitigando guerras, creando o deshaciendo conflictos gravísimos según conviniera en cada momento a los intereses económicos más banales: vender más armas aquí, vender más cocacolas allí, o más hamburguesas acullá. Obtener acceso a petroleo en este lado o a tierras raras con que fabricar componentes electrónicos en aquel otro lugar o agua, agua pura, en aquel otro. 

En fin. Se me termina el papel. Recomiendo vivamente el libro, les interese previamente el tema o no, acabará sin duda interesándoles. Uno se hace preguntas leyéndolo, por ejemplo, sobre esas empresas de salud que cada vez se van apoderando más de la sanidad pública, es decir, convirtiendo la sanidad pública en sanidad privada con dinero público; sobre las verdaderas implicaciones de esas tramas de mascarillas o las financiaciones que pudieran haber detrás de conflictos absurdos que se vuelve trascendentales sin que uno comprenda por qué, como ese de las independencias. En todo eso piensa uno mientras lee. Y en todas esas muertes colaterales – largo listado incluye don Luciano de muertes relacionadas directamente con el asunto, también mencionadas por Delillo – que la verdadera demostración de que hubo, hay conspiración (¿cuántas muertes no atendidas tenemos hoy que revelan otras conspiraciones?, eso me pregunto) Y, sobre todo, cómo todo el mundo, políticos, periodistas, y muchos ciudadanos comunes, saben que el elefante está aquí, que estorba, que molesta, que empuja y se caga, y nadie habla del elefante. (Supongo que por eso echaron al rey, ¿o era el rey un elefante?)




miércoles, 27 de marzo de 2024

La Quimera del Islo, de José. A. Alemán

Es la primera novela, creo, de don José. Tal vez es la única novela en sí misma de por sí, porque El Libro de Familia tiende más a colección de relatos aunque estén todos entrelazados; y en cuanto a La ciudad del Vacío, no sé, me pareció incompleta, aunque después de leer estas otras dos obras uno entiende que el autor tiene sus manías. 



En esta última me quejaba de que el libro terminaba como quien no sabe cómo completarlo y hace que el autor se despierte y empiece a discursear sobre la creación, sobre la confusión entre el autor y el personaje, que, por cierto, se transmite al lector, esa confusión, que uno no termina por aclarase si es uno o son tres. Me pareció, en aquel momento un recurso de autor que se queda sin recurso y tiene que salir por donde sea para dar remate a su novela.

En El Libro de Familia, uno de los capítulos es precisamente este proceso del autor quedarse sin recursos, conta abiertamente las maneras que usó para tratar de retomar el hilo y decantarse al final, diz que casi impuesto, por un personaje que le sobreviene al autor que prácticamente le dicta lo que sigue. Raro recurso literario este de confesar que ha sido un personaje suyo el que realmente se ha decidido a narrar la historia que el propio autor no sabía por donde coger. 

Pues aquí, en La Quimera del Islo, hay un recurso parecido, algo más confuso, porque yo no sabría defender con contundencia si don Agustín, Tin o Papatin es un personaje de Buenaventura o es un personaje real, o es el propio Buenaventura que confunde ya su propia identidad con la de su amigo y jefe. 

Es cierto que la novela empieza con Buenaventura y termina con Buenaventura. Luego nos adentramos en las andanzas del niño Tin huido a América, Cuba concretamente. Las correrías de este Tin por aquellos andurriales en tiempos confusos, de cuando la guerra de sustitución de opresores, y, por último el regreso de aquel Tinito al terruño tras una toma de conciencia y un notable aprovechamiento. Además de un cambio de identidad para que no hayan fantasmas del pasado que vengan a reclamar viejas deudas. 

Esta es, en resumen, la historia que se narra. Es una Quimera, tal vez, porque todo es un invento en la cabeza de Buenaventura, descendiente del Primer Genovés que fundó Puerto Escondido en las Canarias Aprósitas. 

En los tres libros aparece ese efecto, que yo denomino manía del autor, de salirse de la narración, romper el papel y desvelar la ficción, desde una ficción superpuesta en la que el propio autor no sabe muy bien si es él o es su personaje. 

El primer capítulo me resultó sorprendente, y atrayente: el despertar de Buenaventura con el despertar del reloj. Lo que se despierta en Buenaventura es la narración que comienza con esa extraña historia del Primer Genovés. Más tarde la retoma cuando Jácome, el mareante, se encuentra a aquel extraño personaje en Puerto Escondido, fundado por él. Apunta a que la historia de este Primer Genovés no ha terminado. Buenaventura es un descendiente de este fundador. A esto le sigue la narración del niño Tin hasta devenir don Agustín que podemos decir que constituye el núcleo de la novela. 

El vocabulario empleado, siempre muy acorde con lo narrado, y muy variado. Un vocabulario popular, ya prácticamente extinto, de palabrejas cubano-canarias, porque no se puede decir que sea un vocabulario de allí ni de acá sino del vaivén de uno a otro lado. Palabras que nacieron allá y que aquí arraigaron para tal vez volver. Y al revés. Está muy presente ese vocabulario en todo el texto. A veces volviéndolo casi críptico. 

El trajín de apañar viandas, de atranquillar jutías correlonas, de briscar miel en los júcaros y de levantar cochinatos de los charcales cercanos a la sitierías amorosó a Tin.

La montañeta, la Casa de la Montañeta vuelve a ser mencionada. Tal vez este es el origen de las menciones pues es la primera novela. No es un lugar precisado. No se corresponde con lugares concretos como el tan presente, en el último cuento, Castillo del Romeral, en Libro de Familia. O la propia ciudad de Las Palmas y esa Vegueta onírica que un poco se inventa en La Ciudad del Vacío. Aquí también está esa Vegueta (sin mencionar ese nombre, porque no es Las Palmas, sino Puerto Escondido) que pasea un poco y que recuerda a la de los viejos tiempos, aquella que pudo haber sido, tal vez fue: Los puentes sobre el barranco, la calle la Marina que da directamente a la marea, etc. Estas reiteradas menciones en las tres novelas demuestra una querencia por el paisaje y por dotarle de halo mítico, un centro de referencia. 

Otro aspecto que me llama la atención es una visión poco amable del ser humano en general. Hay una especie de justificación en la vileza de los personajes y un claro repudio por la supuesta sumisión o apocamiento. En el caso de Agustín, se siente avalado por sus penurias, por su pobreza de niño y las penalidades que pasa en Cuba para obrar luego sin escrúpulos en la consecución de sus logros. Al final don Agustín es un cacique de tomo y lomo. En la ciudad del vacío había una especie de reproche al pueblo por consentir que estos aprovechados medren a costa de nuestros sudores sin que el pueblo reaccione ante las injusticias y abusos. Que estos personajes siempre tengan alrededor una cohorte de aduladores ansiosos de obtener las migajas que aquellos dejan caer.  En fin, en El Libro de Familia, la crítica se centra en el cerrilismo de los que han conseguido amasar algunos dinerillos en no dejar que nada se mueva si no les repercute al bolsillo. Cualquier iniciativa de progreso les resulta sospechosa.

En las tres se aprecian estos elementos comunes: la pobreza del de abajo que le faculta para no poner reparos a sus ambiciones, o bien que le hace sumiso ante las tropelías del grande. Las grandes familias, que han venido a menos y son superadas por los arribistas (la caída de la aristocracia y el ascenso de la burguesía, pero visto con poco entusiasmo, casi lamentándolo), las penalidades de vivir en las islas, sobre todo para los de abajo, que les obliga a emigrar para sufrir de la misma manera en otras partes, y de la que sin embargo otros, venidos casi siempre de fuera, consiguen sacar provecho; algunos lugares que sirven de referencia, sobre todo son enclaves familiares, es decir castillos desde los cuales se preside al pueblo y que todos miran con vasallaje. 

Poco amable imagen del territorio isleño, al mismo tiempo que demuestra querencia al ocuparse tanto de él. 

Me acuerdo ahora, repasando esto que aún tengo por ahí un libro de memorias de don José. Tal vez remate este ciclo con una relectura de ese libro si lo hallo. Si no ya vendrá otra cosa. 


lunes, 11 de marzo de 2024

Libro de Familia, de José A. Alemán

 Pues no se me quita esta manía de leer;  diosito me guarde la vista y las ganas, aunque a cambio tenga abandonada la tierrita de mis padres. En fin, que he vuelto a tropezarme con un libro de don José A. Alemán. Ya conté uno suyo ahí más atrás, y tal vez no hablé del todo bien. No lo puse por las nubes, no dije que sería injusto que no fuera el próximo premio Nóbel, ni siquiera que era una de las grandes novelas de la literatura canaria. Pero me gustó. Me caía bien don José, su socarronería aplicada a darle de qué avergonzarse a los políticos. Aunque yo de política menos que de poesía, que nada.  Y me gusta su manera de escribir y la forma de abordar que tiene estos relatos, aquellas historias, que es una manera  de alguien que juega, que se entretiene con la escritura, que no cree que esté poniendo una piedra fundamental en ningún edificio sino que escribe por el gusto de hacerlo. Ya está uno un poquito harto de profesionales de la escritura que escriben todos iguales porque a todos conviene dirigirse al Imbécil Fundamental que es multitudinario y da más renta que dirigirse a los imbéciles particulares que vaya usted a saber por qué razones se interesan por tu obra, y que son tan pocos y nunca ha manera de contentarlos de seguido. El caso es que he vuelto a leer un libro suyo y ha vuelto a no ser La Quimera del Islo,que es la única novela que le conocía y que nunca leí. Veremos a ver si. Este es Libro de Familia. 



El libro de familia es un recetario, en verdad. Uno de esos libros en los que se van anotando recetas que nunca llegarán a guisarse, peor en años de escasez, cuando no hay con qué y uno lee las recetas por el gusto de salivar, pero también habiendo uno se olvida, lo olvida en cualquier rincón y no aparece hasta años después que se recupera. Así nos lo cuenta el quinto relato. Uno que, por cierto, me recuerda al final de La ciudad del Vacío (2007)  donde el autor parece que pierde el tino y no sabe cómo recuperarlo pero sigue escribiendo, incluso acudiendo a la escritura automática, confiesa, para descubrir, como cuando nos empeñamos en mirarnos muy al fondo, que uno no tiene gran cosa dentro, y que todo es cuestión de esperar a que brote un manantial cuando sobre lo que quiera que rebose. Nuestro autor hasta se inventa, como recurso manantial,  un personaje que le dicta la última historia. Pero vayamos por partes.

El libro toma la apariencia, como dice el título, de un Libro de Familia. Hay un narrador que une, más o menos, las historias que se narran. Y los personajes principales pertenecen a una misma familia, que se remonta nada menos que hasta un rey, el famoso – para los historiadores y para quienes hemos leído a Fernando Pessoadon Sebastián. Rey, que llegó a ser,  de Portugal y primo de Felipe II, por cuya razón este llegó al trono luso tras la desaparición de aquel en no sé qué batalla en África, aquí muy cerquita, por lo visto – léanlo en la sincopedia –. Pues no murió ( es una de las posibilidades que deja abierta la Historia), como Elvis o Hitler. Y, como a ellos, aún hay gente esperándolo. Aquí, en el último relato, se cuenta que, con un grupo de supervivientes, arribó a las islas y que Felipe ordenó severamente su custodia, bajo férreo secreto, al señor del Castillo del Romeral (Nunca he ido al Castillo del Romeral. Hubo un castillo dicen, que luego fue casa fuerte. Por allí se cultivaba la sal, que en tiempos fue casi oro). Allí se casó y allí se multiplicó y allí le enterraron sin que el mundo se enterara. Tuvo descendencia en la imaginación de don José y ahí nació esta familia. 

Empezando por don Amaranto, un chiquillo desinquieto que le tenía afición a las máquinas y que mandaron a París, por quitárselo de encima, a que estudiara con Agustín Betancourt, el celebérrimo canario cuyas industrias despreciaron en este país de Dios y se las vino a llevar nada menos que a la madre Rusia. Otro tesoro que nos arrebató ese país de los demonios. Amaranto se goza, junto a don Agustín, un viaje a Londres, a conocer los telares automáticos de Jacquard, que más tarde le acusaría de plagio de ideas, primeras aplicaciones de las máquinas de vapor. También se gozó un cachito de la revolución que acabó con la Ley y el Orden de Dios en la Tierra, dejando este caos en que nos han sumido las clases subalternas, y prólogo a la peste del comunismo satánico. Tuvieron que salir por pies para qué os quiero y uno se fue a Rusia (todavía era una Rusia buena, con zares y princesitas y mujicks graciosos y monjes bestiales) y el otro se volvió a la cagadita de mosca en el Atlántico. Aquí intentó elevar el nivel industrial e intelectual de los paisanos, pero se topó con el techo de cemento de la Santa Mare Iglesia. El hombre acabó, por supuesto, tomado por orate y retirándose al exilio interior de su casa de él, que quedó para la segunda historia. 

La segunda historia nos habla de la tía Genoveva. Era una niña cuando don Amaranto le dejó su herencia, la única de la familia que contaba con sus simpatías. Su historia tiene que ver con un asesinato. El de un joven y apuesto predicador que tenía tal mano para convertir señoras tibias a la ardiente fe verdadera, que no había macho que no lo quisiera mandar a todos los infiernos. Y alguno fue que lo descalabró. Doña Genoveva, al parecer, tintineó un poco de la cabeza. Se empeñó en santificar al hombre y un día desapareció sin que se supiera nunca más de ella.  El crimen se resuelve a satisfacción de todos, la curiosidad y los lectores de buena voluntad. La casa se la quedan los curas. 

Y mucho no les debió gustar a los curas la casa, después de alguna mala experiencia del obispo Pascual que años después, ya a la altura de cuarto relato, aparece abandonada. Son años de sequía y todo es sed y polvo y hambre, por falta de comer, que no por ganas. Donde único se puede encontrar aún un poco de agua es en la casa, y allá que se van las raíces de cuanto vegetal vivo queda por la zona. Y fueron tantas las raíces y tanta el ansia con que debieron entrar a beber que acaban derrumbando la casa y haciéndola desaparecer hasta los mismos cimientos. En el juicio concluyeron claramente que era imposible que hubiera habido allí una casa de las dimensiones que decían pero que “la existencia o inexistencia de la Casa Grande resultaba irrelevante frente al designio de derribarla de Juan Canario. La intención es lo que cuenta y esta concurría sin ningún género de dudas…” Y así condenaron al pobre Juan por aquello. 

Hay más historias, la del tio Paco, que no me caben en este hilo narrativo, la de Barbara una hermosa mujer que fue rescatada de entre los muertos y por ello repudiada por todos que se empeñó en descubrir la tumba del rey don Sebastián y no se murió sin conseguirlo. Y dentro de las historias hay otras pequeñas historias que será divertido conocer si se acercan a este librito que por lo menos en mi caso ya forma parte de la Historia de la Literatura Canaria que me quedaba por conocer. 

De estilo y maneras no hablo porque fuera de ese tono socarrón que nunca le abandona, de ese injustificable anticlericalismo cuando tanto le debemos a la Santa Institución, sobre todo atraso, culpa e hipocresía, el estilo es de esos que no se ven, que cuentan sin hacerse notar. Otros sabrán hablar mejor de personajes bien perfilados, de metáforas y otras zarandajas de la matemática filológica. 

 Prometo sinceramente que más adelante terminarán por leer una reseña de mi lectura de la Quimera.  Si es que hay alguien, para entonces, que todavía lea estas cosas. Yo la escribiré seguro. Tan seguro como estoy de todo mañana. Salud. 


miércoles, 10 de enero de 2024

Caravane. Poemas y Prosas, de Rafael Arozarena


 Ayer, paseando al perro por la mañana, encontré encima del contenedor de papel dos libros. Uno iba sobre la historia de España desde la República y la guerra civil, medio novela medio ensayo, algo raro, de autor desconocido para mí; me llamó la atención pero no me lo llevé. El otro era este de Arozarena, que tampoco me llevé porque ya tengo un ejemplar, de hecho la colección completa. 

Por la noche, después de leer un rato hasta la muerte simultánea de José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo, de los que se sospechaba que habían cambiado sus identidades cuando eran jóvenes, porque nadie podía distinguir quién era quién, y a los que en el último momento se les enterró en la tumba equivocada, quizá deshaciendo el entuerto, me quedé dormido. Me desperté al rato completamente desvelado. Y después de dar un par de vueltas y enredarme en las sábanas, me desenredé, encendí la luz y me puse a leer de nuevo, pero no el Cien años…, por hacerlo durar un poquito más, sino el volumen dedicado a Arozarena de mi colección de Biblioteca Básica Canaria, primera época, acordándome del encuentro de por la mañana.

Se trata de una selección de poemas, cuentos y ensayos, excluyendo las dos novelas de don Rafael, que no cabían en el propósito de la colección. De una de ellas hablo en este mismo blog. 

Yo no soy muy de poesía, pero como la idea era quedarme dormido, me dediqué a leer algunos de los poemas y los comentarios de Juan José Delgado, del que, por cierto, me habían estado saliendo avisos de promoción en Facebook de un vídeo que han realizado desde la Biblioteca Pública haciendo una semblanza de este filólogo y divulgador de la literatura canaria. 

Por otra parte, esa misma mañana había estado leyendo un tratado de un tal Culianu, Ioan, sobre el pensamiento mágico medieval, en el que se hablaba del poder de las palabras como sonido para invocar los actos mágicos. Me llamó la atención la idea de las palabras no como significado, sino como sonido en sí. Tal vez con influencia judía, cabalística, o algo así, parece que la magia atribuye poder a la mera pronunciación, de ahí que algunas palabras mágicas, recuérdese el abracadabra, no tienen un verdadero significado sino que son utilizadas por su poder resonante, por así decir, para invocar el efecto mágico deseado.

Todo esto contribuyó a que me llamaran la atención los poemas de Arozarena que tienen ese punto de galimatías medio comprensible pero que no llega a aclararse, con frases espléndidas en medio de un conjunto que uno no acaba de conjuntar en un significado científicamente corroborable por pares, pero que a uno le causa una impresión de significado con hondura, con ecos como de querer recordar algo que ha olvidado y que leyendo el poema parece querer salir a la superficie. Juan José Delgado lo explica con palabras más acordes con el oficio de crítico y filólogo, y con más conocimiento de causa, pero esta es la impresión que me deja a mí la lectura de aquellos poemas. No sé qué impresión me darán leyéndolos a la luz del día, esperando la guagua o masticando el bocadillo del desayuno.

Me maravilla ese tipo de poesía que soy incapaz de comprender pero que sin embargo me deja pendiente de una inminencia, como si dudara de mi capacidad de comprensión como si estuviera seguro de que ahí hay algo, pero no acabara de saber leerlo. Una sensación onírica, porque en mis sueños nunca consigo leer lo escrito pero sé que tiene significado. No toda poesía me da esa impresión, de hecho muy poca. Mis referentes en esto son Lorca (algún poema de los de Arozarena me resuenan a los de Lorca en Poeta en Nueva York)  y Vallejo. Otros autores, que pretenderán lo mismo, supongo, me dan una impresión de pedantería y de vacío en la elección de palabras rimbombantes en frases que parecen sacadas de un repertorio. Aún otros la impresión que dejan es la de que echan palabras al azar y componen frases al albur como quien pone bloques y echa mezcla de cemento levantando un muro. 

Luego está, claro, otra clase de poesía. Más explícita. Más sostenida en los significados, en la emociones, en las imágenes, en las analogías y metáforas. Esas cosas. Curiosamente, a Juan José Delgado le pareció que la primera época de Arozarena, sus primeras publicaciones, no tenían cabida en esa compilación, precisamente las que podría decirse que adoptaban esta forma más... manifiesta. Unos que llamó romances, el poeta, queriendo, al parecer, acercarse a la forma del romancero gitano de Lorca, y uno de los cuales es el germen de su novela Mararía. 

Los cuentos también tienen su peculiaridad. Un aire de … no sé, no le va la palabra misterio, tienen algo inquietante, extraño. Aquí tengo una lectura de El extraño caso del timonel, que muestra esta atmósfera que digo, en este caso muy Fetasiana, literalmente, es decir, muy de aire de la novela Fetasa de su colega Isaac de Vega. 

En los cuentos destaca más, pero también en su poesía, y es algo a lo que Juan José Delgado dedica unos cuantos párrafos, la atención que presta don Rafael al paisaje, a la presencia del paisaje. No se trata de que se esmere en descripciones, sino que en breves pinceladas te hace notar en donde está ubicada la escena, se impone el paisaje como parte animada de lo narrado y no como mero fondo. Y precisamente esta imposición del paisaje crea esa atmósfera, uno diría que de intemporalidad post mortem, pensando en el timonel,  en esa sonrisa extraña del hombre ciprés parado ante la puerta de la finca de frutas en Tunte, o en esa playa de Papagayo donde miss Collinaris intenta pintar los colores marinos.

En fin. Esto no pretendía ser una reseña, sino una impresión (¡pero si es la misma cosa!) que he aprovechado para llamar la atención sobre otro de nuestros venerados autores, que me parece que sí que tienen merecida esa veneración, y a los que yo he prestado poca atención, confiésolo.