Ignacio Gaspar, ya lo he dicho, poco más o menos, otras veces, es un escritor de los de antes. Su escritura es arte mayor, en el arte de la escritura, y quiero decir con eso que hay trabajo de construcción de frases, hay búsqueda, exploración de la forma de la expresión, hay un querer desear escribir como no escriba nadie, no por destacar, sino por abrir espacio, ampliar fronteras. Esto es antiguo. Esto ya no se hace. Ya no se escribe así. Ahora escribir es para que te lean. Ahora escribir es para vender libros si se puede. Para contar historias lo más simples posible y con crímenes, sangre y sexo por todas partes, para que capten a cuantos más compradores mejor. Ahora escribir es puro producto cultural, ya no es obra, ya no es arte. Ya no se leen autores como Ignacio Gaspar porque ya nadie tiene la paciencia de leer prosas como esa. No tanto como nadie, algunos viejos quedamos. Pero se pierde como un oficio antiguo este de la escritura.
Sí, que quede claro. No es un autor de lectura fácil, Ignacio Gaspar. Pero no es un autor retorcido, ampuloso, no imita una escritura rara para que digan de él ¡oh, qué raro es, qué interesante! Quiero decir que no es una complejidad falsa, no es una complejidad añadida, va implícita en el estilo, en la forma en que Ignacio Gaspar parece entender la literatura. Esa forma vieja que digo, y que está pensada para durar. Porque eso es lo que quiero decir con que es una forma vieja, está pensada para durar, para trascender, para convertirse en intemporal. Incluso para ser reparada y seguir durando.
Porque tiene sus defectos. Lo que la hace, hoy, en tiempos de la perfección aparente de la Inteligencia Artificial, real, auténtica, humana. Otra de las viejas cosas que vamos a perder, la humanidad entendida como caer y levantarse, hacerlo mal y repetirlo hasta que salga bien, reescribirlo otra vez y otra vez hasta que la frase se deshaga en pura esencia o algo así. Hasta que no se distinga dónde está la magia, pero esté; no en el chascarrillo, en la gracieta, en el escándalo, en la contradicción, no en la materia de la frase sino en su espíritu – es que estoy leyendo unas cosas últimamente….
Al grano. Este es un libro de relatos. Todos de ambiente rural. Una ruralidad mágica, para mi gusto, una ruralidad de otro tiempo que no existió nunca. Pero que todavía algunos reconocemos, porque hemos tenido abuelos en el campo. No sé si lo verán de la misma manera los que han sido del campo, de ese campo de hace cincuenta años para atrás. Del de nuestros abuelos con cachorra y cuchillo al cinto, olor a sudores arcaicos y manos historiadas, marcas de callos rellenos de tierra. De arrugas sin tratar. De historias de mucho trabajo sin perder nunca la chispa (artemi o arehucas) de la vida. Es una ruralidad mítica la que revive la obra de Ignacio Gaspar (también en Baile de Tapados, en Tragedia de Flor de Vidrio, hasta aquí conozco), pero reconocible; de paredes de piedra, caminos con nombres geográficos y lugares con nombre de propietarios. De bernegales, acequias, barrancos, huertas, sacho, fincho, burros,...
¿Y qué cuentan estas historias? Cosas. No sé, no está ahí el quid de la cuestión según llego a comprender. Un niño atrapa una rana. Ese es el priimer relato. Un niño atrapa una rana. No es cosa trivial, se cuentan muchas historias terribles sobre las ranas. Que echan veneno y te dejan ciego. ¿Será verdad o no? Una mujer cose junto a su pájaro que canta al ritmo de su máquina (una máquina singer, seguro, de pedal, negra, con su mueble de madera y su estructura metálica). Un hombre se pierde por los pedregosos caminos y se mata. Un grupo de jóvenes asisten, ocultos, a un akelarre de brujas. No se pueden describir los relatos desde el punto de vista de la anécdota que narran. Habría que describirlos por la atmósfera que consiguen crear en el lector aplicado que logra acabar las larguísimas, y perfectamente consistentes, frases de Ignacio Gaspar. Es cierto que hay momentos en que agota, cansa mentalmente por el esfuerzo de concentración que exige mantenerse inmerso a través de la lectura en ese otro mundo, pero si lo consigues –y a todo se hace el buen lector –, experimentas esa sensación de haber estado en esa otra parte, como despertar en medio del sueño y sentir el sueño no como espectador sino como personaje.
Esta es la impresión que a mí me causa la escritura de Ignacio Gaspar y así he tratado de comunicarla. Con esa pena que tiene uno de saberse poco escuchado cuando cree estar diciendo algo verdaderamente importante. Si mi leen, lean a Ignacio Gaspar, no lo dejemos perder.
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