Leí Tristeza sobre un caballo blanco de Alfonso García Ramos cuando tenía tal vez dieciocho o veinte años. Y me resultó muy atractivo, aunque no hubiera sabido explicar entonces cuál era la trama exacta del libro. Soy, lo he comprendido posteriormente, ya muy mayor, un lector emotivo. Lo que me atrae de los libros son las sensaciones que me despiertan, y menos el argumento o el estilo. Que también, pero que, al parecer, olvido con más facilidad que aquellas sensaciones. Creo incluso que después de esa primera ocasión releí este libro, pero cuando inicié esta última lectura no sabía decir, salvo vagamente, de qué trataba.
La primera impresión de esta nueva lectura es que está escrito con precisión, con claridad, sin falso estilismo, sin manías expresivas, sin latiguillos, «¿mentiendes?». Da la impresión de estar escrito con trabajo y con atención para dejarlo bien limado. Parece una tontería comentar esto, pero es un hábito que se ha perdido en estos tiempos, con la posibilidad de publicar sin ningún filtro, este de trabajar los textos hasta dejarlos esenciales, limpios de las manías de uno, que, tal vez por pereza, tal vez por falta de capacidad para segregar lo que es la torpeza del primer esbozo de lo que tenemos exactamente intención de escribir, acabamos llamando «nuestro estilo».
Después de esta impresión, nos metemos en el prólogo, que nos recomienda, herencia multiplicada de la, yo nunca la comprendí, gratuita, recomendación de lectura de Rayuela, leer este libro de varias maneras: una, la habitual, secuencialmente capítulo a capítulo; otra por secciones. Bien, aquí está completamente justificada esa recomendación. Es más, tiene sentido la lectura secuencial y tienen sentido las secciones individualizadas.
Una de las secciones, la primera por el orden en que van apareciendo, es la vertebral, podríamos decir «la realidad fundamental» del texto y las otras son derivadas de esta de un modo u otro. Por ejemplo, la segunda sección, la de los Tamaimos, es un relato que al parecer el abuelo contaba al nieto. El nieto, al final, acabará identificando a su propia familia con esa desventurada, por fantasiosa, familia de los Tamaimos.
La historia que yo he comprendido es la siguiente. Agustín es el hijo de María y Guillermo. Ha vivido siempre en la Casa que construyó el abuelo a su regreso de América. Volvió rico tras huir de la familia de una muchacha a la que amaba. Cuando regresó, ella había muerto y él penaba esa muerte cabalgando en un caballo blanco. Agustín considera que ha heredado esa tristeza del abuelo.
El abuelo tuvo dos hijos, Enrique y Guillermo. Ambos fueron muy excéntricos, muy poco centrados. A Guillermo se lo tragó la política. A Enrique se lo llevó un día su máquina del movimiento perpetuo, que le daba por ser inventor, aunque también fue místico y taumaturgo. María tuvo otras dos hijas, pero murieron muy niñas, así que Agustín se crió solo con su madre y con una criada, Juana, que siempre los acompañó. La pena de la madre por la pérdida de sus dos hijas la alejó de Agustín que se sintió siempre solo.
La vida de Agustín es la vida de un cualquiera: niño en la escuela, señalado por ser hijo de rojo; estudiante en Madrid, atormentado por los tejemanejes de una noviecita, mientras, por otro lado, se acercaba a los movimientos de resistencia política; luego funcionario en la isla, viajando por los diferentes municipios. Especial atención a, sugerido, no mencionado, Garachico, donde pudo haber establecido una relación permanente con una muchacha, pero su indecisión terminó por desesperar a la chica, que optó por emigrar. Todo esto es transformado por la imaginación de Agustín y volcado en narraciones que suplen sus carencias vitales: una posible vida de emigrante en Venezuela, otra posible vida de médico en EEUU. Todas sin embargo terminan en fracaso y hundimiento.
Finalmente llega la liberación cuando un avión destruye completamente La Casa lo que da oportunidad a Agustín y a un hijo de Juana, probablemente también su hijo, de liberarse de las podridas raíces que los atan a ese lugar.
El autor tiene más obra, entre ellas Guad, que es resumida en uno de estos capítulos. Esta es su última novela publicada, ya que fue póstuma.
La novela, para mi gusto, trata, en esencia, del desencanto de la vida. Un estado de ánimo debido a la lejanía, supongo, de los centros de movimiento cultural y político; debido también y sobre todo, al régimen político inmovilista y caciquil; y, en última instancia, debido a indigestión cultural y filosófica, que por eso se encauza a través de la literatura y del arte, pero siempre con un aire fatalista de irremediable desánimo. Don Alfonso no es exactamente un Fetasiano, sin embargo yo diría que se mueve en torno a esta órbita, aunque en cuanto al desarrollo de su novela, la encuentro más elaborada, más construida. En este sentido se acerca a Cerveza… de Arozarena, pero esta se acaba perdiendo en fantasías del personaje que simplemente trata con ellas de escabullirse de su insulsa realidad, mientras que los personajes de Arozarena, digamos que tenían objetivos claros en la vida, o que, por decirlo así, padecían por convicción cultural. Por último, el personaje de Agustín centra de algún modo las culpas en un fetiche, la casa, el abuelo triste, y al destruir ese fetiche queda liberado de esa maldición. El final es sin duda esperanzador. No así el final de Cerveza… y por lo que voy previendo, a pocos capítulos del final, tampoco Tubalcaín, de Jose Antonio Padrón.
En resumen ha valido la pena releer este viejo libro que tenía entre muchos en mi altarcito de la memoria literaria y al que uno siempre teme volver no sea que quede destruida la agradable memoria que de él conservaba y se quede uno un poco más viejo después de perder otro recuerdo. No ha ocurrido así, mérito del autor.
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