lunes, 24 de abril de 2017

Emilio González Déniz en la Biblioteca Saulo Torón de Telde


Escuchar a Emilio siempre es un placer, porque es uno de esos escritores iceberg en los que la mayoría de las narraciones que podría contar están aún por debajo de la superficie de una publicación, y ya anda por dieciocho o diecinueve, suficiente para hundir cualquier Titanic de incultura.
Como conmemoración del día del libro,  el sábado 22, en la biblioteca del parque Arnao, en Telde, se celebró, en el marco de una recoleta Feria del Libro y entre los actos convocados para ese día, una Charla entre Rubén Benítez Florido y el mentado don Emilio González Déniz. La excusa pudo haber sido la presentación de su último libro El tren delantero, pero se quedó en mera excusa porque de lo menos que se habló allí fue del libro en cuestión. De lo que se habló fue de todo lo demás. Algunos de los temas los iba apuntado Rubén con una estudiadas cuestiones, pero el resto se los sacaba don Emilio de su prodigiosa manga de recuerdos, que son muchos y muy variados.
Nos hizo saber por ejemplo su certeza de que un fundamento básico de la literatura es la oralidad, es decir, los cuentos de abuela, en los que, por ejemplo, se ha basado profusamente la obra de García Márquez, y en los que su propia obra está notablemente sostenida, en particular su novela Bastardos de Bardinia. Es oportuno el nombre del nobel colombiano porque, a modo de anécdota y para patentizar la fundamentalidad de la narración oral en toda buena literatura, nos contó cómo se sorprendía leyendo Cien años de soledad a los diecisiete años y confirmaba que muchas historias que se cuentan allí le habían sucedido a él mismo, en aquellos pagos del sur hoy arrasados por edificios de apartamentos, o se las había contado a él su propia abuela. Nos recordó que el propio García Márquez ha contado que en muchos otros lugares dentro y fuera de Hispanoamérica se ha encontrado oyentes que le explicaban sorprendidos que aquellas cosas extraordinarias que el escribió en su libro les habían pasado exactamente a ellos o se las habían contado dentro de un reducido entorno familiar del que ellos creían que era patrimonio cultural.
Afirmaba Emilio que aun existen muchos temas y asuntos dentro de nuestra  historia local que no han sido suficientemente ficcionados, es decir, tenemos historias para rato y a nuestros autores no parece interesarles en demasía nuestra propia tradición para incluirla en sus temas literarios, aunque algo se hace. Mostró su admiración por la década de los cincuenta en nuestra ciudad donde ocurrieron multitud de sucesos que tienen suficiente entidad como para ocupar unos cuantos relatos novelescos. Ponía por ejemplo su Hotel Madrid, donde cuenta los días en los que se estuvo rodando en esta ciudad la película de John Houston, Moby Dick, pero aseguró que tan interesante sería una novela que contase los pormenores del rodaje de Tirma, aquella película italiana de tanto renombre, aunque bastante reducida calidad. La década de los cincuenta fue la década en la que tuvo lugar la historia de el Corredera, que él también aborda en su novela La mitad de un credo, pero también fue la época de la gran plaga de cigarra que asoló nuestros campos y que hundió nuestra economía, que aún no tenía el soporte del turismo. Pero también fue la época del recordado monseñor Pildain que tanto hizo por los desfavorecidos como contra las libertades, sobre todo morales, de nuestros conciudadanos. Y fue la época en que surgió un jugoso movimiento autodenominado La iglesia cubana al que él alude en Hotel Madrid, y que  Arturo Cantero Sarmiento ilustra prolijamente en su Las Palmas 1950: vidas, hechos y milagros de la famosa iglesia Cubana, que tenía como principal enemigo al exigente obispo. Y fue también esa década la que recibió en nuestra ciudad a un curioso Padre Payton, que llegaba con un empeño evangelizador poniendo a todo el mundo a rezar el rosario en lo que al parecer se llamó una Cruzada en familia. Y también fue el tiempo en que ocurrió un eclipse total de sol que tomó por sorpresa, contó Emilio un recuerdo de su infancia, al campesinado que creyó por un momento que sobrevenía el fin del mundo profetizado por la Virgen de Fátima de la cual en esos tiempos se desvelaba el contenido de su tercera carta.
En fin, exhibió ejemplos suficiente para validar su afirmación de que la década de los cincuenta, al menos en Las Palmas, fue pródiga en sucesos novelables que si no se abordan prontamente quedarán sumidos en el olvido.
Como se puede imaginar por lo hasta aquí expuesto, la charla, que prácticamente no lo fue, pues a don Emilio parece bastarle que le pregunten la hora para desatar la historia del mundo, se desplegó durante una escasísima hora y no desbordó esos muros de contención porque el autor tenía un limitadísimo horario. Nos dejó, antes de marcharse, una recomendación literaria, luego de una amable alusión a los autores que poblaban la sala, si tengo que recomendar algo que sea la biografía de María Antonieta, de Stefan Zweig, vino a decir. Pues, no quería dejármelo atrás en esta reseña de un rato verdaderamente memorable, que, como no quiero olvidar, anoto aquí.

4 comentarios:

  1. Ja, ese estilo entre pomposillo y coloquial es como medio viejuno. Me quiere sonar a esos artículos periodísticos, de los diarios de principio de siglo. Ya digo, viejuno. Pero tiene su gracia. (sí vale, es un auto comentario, siento tal admiración por mí que no puedo evitarlo)

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  2. Me encanta este relato que has hecho de la tarde del sábado. Efectivamente, fue un placer escuchar los cuentos de Emilio y ver la buena predisposición de Rubén de ser un mero acompañante del contador de historias.

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  3. Estupendo comentario. Mira que he oído unas cuantas veces a Emilio, siempre con deleite, no se agota. En cuanto a devanarse los sesos pensando qué preguntarle es perder el tiempo. A Emilio basta con preguntarle la hora. A partir de ahí él solito va hilvanando historias, reflexiones y pensamientos con la fluidez de la oralidad.

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  4. Buen retrato de la interesantisima charla barra monólogo, y muy buena memoria, oiga!

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