Es la primera novela, creo, de don José. Tal vez es la única novela en sí misma de por sí, porque El Libro de Familia tiende más a colección de relatos aunque estén todos entrelazados; y en cuanto a La ciudad del Vacío, no sé, me pareció incompleta, aunque después de leer estas otras dos obras uno entiende que el autor tiene sus manías.
En esta última me quejaba de que el libro terminaba como quien no sabe cómo completarlo y hace que el autor se despierte y empiece a discursear sobre la creación, sobre la confusión entre el autor y el personaje, que, por cierto, se transmite al lector, esa confusión, que uno no termina por aclarase si es uno o son tres. Me pareció, en aquel momento un recurso de autor que se queda sin recurso y tiene que salir por donde sea para dar remate a su novela.
En El Libro de Familia, uno de los capítulos es precisamente este proceso del autor quedarse sin recursos, conta abiertamente las maneras que usó para tratar de retomar el hilo y decantarse al final, diz que casi impuesto, por un personaje que le sobreviene al autor que prácticamente le dicta lo que sigue. Raro recurso literario este de confesar que ha sido un personaje suyo el que realmente se ha decidido a narrar la historia que el propio autor no sabía por donde coger.
Pues aquí, en La Quimera del Islo, hay un recurso parecido, algo más confuso, porque yo no sabría defender con contundencia si don Agustín, Tin o Papatin es un personaje de Buenaventura o es un personaje real, o es el propio Buenaventura que confunde ya su propia identidad con la de su amigo y jefe.
Es cierto que la novela empieza con Buenaventura y termina con Buenaventura. Luego nos adentramos en las andanzas del niño Tin huido a América, Cuba concretamente. Las correrías de este Tin por aquellos andurriales en tiempos confusos, de cuando la guerra de sustitución de opresores, y, por último el regreso de aquel Tinito al terruño tras una toma de conciencia y un notable aprovechamiento. Además de un cambio de identidad para que no hayan fantasmas del pasado que vengan a reclamar viejas deudas.
Esta es, en resumen, la historia que se narra. Es una Quimera, tal vez, porque todo es un invento en la cabeza de Buenaventura, descendiente del Primer Genovés que fundó Puerto Escondido en las Canarias Aprósitas.
En los tres libros aparece ese efecto, que yo denomino manía del autor, de salirse de la narración, romper el papel y desvelar la ficción, desde una ficción superpuesta en la que el propio autor no sabe muy bien si es él o es su personaje.
El primer capítulo me resultó sorprendente, y atrayente: el despertar de Buenaventura con el despertar del reloj. Lo que se despierta en Buenaventura es la narración que comienza con esa extraña historia del Primer Genovés. Más tarde la retoma cuando Jácome, el mareante, se encuentra a aquel extraño personaje en Puerto Escondido, fundado por él. Apunta a que la historia de este Primer Genovés no ha terminado. Buenaventura es un descendiente de este fundador. A esto le sigue la narración del niño Tin hasta devenir don Agustín que podemos decir que constituye el núcleo de la novela.
El vocabulario empleado, siempre muy acorde con lo narrado, y muy variado. Un vocabulario popular, ya prácticamente extinto, de palabrejas cubano-canarias, porque no se puede decir que sea un vocabulario de allí ni de acá sino del vaivén de uno a otro lado. Palabras que nacieron allá y que aquí arraigaron para tal vez volver. Y al revés. Está muy presente ese vocabulario en todo el texto. A veces volviéndolo casi críptico.
El trajín de apañar viandas, de atranquillar jutías correlonas, de briscar miel en los júcaros y de levantar cochinatos de los charcales cercanos a la sitierías amorosó a Tin.
La montañeta, la Casa de la Montañeta vuelve a ser mencionada. Tal vez este es el origen de las menciones pues es la primera novela. No es un lugar precisado. No se corresponde con lugares concretos como el tan presente, en el último cuento, Castillo del Romeral, en Libro de Familia. O la propia ciudad de Las Palmas y esa Vegueta onírica que un poco se inventa en La Ciudad del Vacío. Aquí también está esa Vegueta (sin mencionar ese nombre, porque no es Las Palmas, sino Puerto Escondido) que pasea un poco y que recuerda a la de los viejos tiempos, aquella que pudo haber sido, tal vez fue: Los puentes sobre el barranco, la calle la Marina que da directamente a la marea, etc. Estas reiteradas menciones en las tres novelas demuestra una querencia por el paisaje y por dotarle de halo mítico, un centro de referencia.
Otro aspecto que me llama la atención es una visión poco amable del ser humano en general. Hay una especie de justificación en la vileza de los personajes y un claro repudio por la supuesta sumisión o apocamiento. En el caso de Agustín, se siente avalado por sus penurias, por su pobreza de niño y las penalidades que pasa en Cuba para obrar luego sin escrúpulos en la consecución de sus logros. Al final don Agustín es un cacique de tomo y lomo. En la ciudad del vacío había una especie de reproche al pueblo por consentir que estos aprovechados medren a costa de nuestros sudores sin que el pueblo reaccione ante las injusticias y abusos. Que estos personajes siempre tengan alrededor una cohorte de aduladores ansiosos de obtener las migajas que aquellos dejan caer. En fin, en El Libro de Familia, la crítica se centra en el cerrilismo de los que han conseguido amasar algunos dinerillos en no dejar que nada se mueva si no les repercute al bolsillo. Cualquier iniciativa de progreso les resulta sospechosa.
En las tres se aprecian estos elementos comunes: la pobreza del de abajo que le faculta para no poner reparos a sus ambiciones, o bien que le hace sumiso ante las tropelías del grande. Las grandes familias, que han venido a menos y son superadas por los arribistas (la caída de la aristocracia y el ascenso de la burguesía, pero visto con poco entusiasmo, casi lamentándolo), las penalidades de vivir en las islas, sobre todo para los de abajo, que les obliga a emigrar para sufrir de la misma manera en otras partes, y de la que sin embargo otros, venidos casi siempre de fuera, consiguen sacar provecho; algunos lugares que sirven de referencia, sobre todo son enclaves familiares, es decir castillos desde los cuales se preside al pueblo y que todos miran con vasallaje.
Poco amable imagen del territorio isleño, al mismo tiempo que demuestra querencia al ocuparse tanto de él.
Me acuerdo ahora, repasando esto que aún tengo por ahí un libro de memorias de don José. Tal vez remate este ciclo con una relectura de ese libro si lo hallo. Si no ya vendrá otra cosa.