La Machanguita es el apelativo con que todos llaman a una mendiga, Magnolia Abrantes, muy conocida en el barrio. Conocida de habitual, pero ignorada en cuanto a los detalles de su vida. El personaje narrador, un expolicía alcohólico, se encarga, en la novela, de revelarnos unos cuantos detalles que solo unos pocos conocen ya: que poco se sabe de su padre, que vivió de niña con su madre y un tío pederasta. Que el tío se beneficiaba a la madre con o sin su consentimiento también se sabía, y que cuando la madre le resultó de poco gusto saltó a la niña apenas tuvo la edad. Dije pederasta porque tenía otros intereses, por culpa de los cuales pasó un tiempo en un lazareto tristemente famoso localizado en Fuerteventura.
La niña quedó preñada probablemente del tío, y a falta de otro sustento empezó a mendigar disfrazándose de anciana. Crió el niño con gusto de buena madre, pero una mala vacuna se lo llevó a la tumba de manera sospechosamente fulminante, lo que provocó que la muchacha se trastornara hasta tener que ingresarla en un sanatorio. Al salir retomó su vida de mendiga, más discreta, si cabe, que antes.
Nuestro narrador, el expolicía, la conoció cuando un amigo le hizo la propuesta de que lo sustituyera en cierto reservado empleo. Cada martes a la hora de la siesta debía acudir a la cueva donde vivía la machanguita y satisfacerla sexualmente. El temor se convirtió en entusiamo cuando descubrió que debajo de aquellos trapos se ocultaba un cuerpo fresco, no ya de niña pero juvenil, cuidado, armonioso, tal vez algo escurrido y muy limpio.
La muchacha se había aficionado a tales prácticas durante su estancia en el sanatorio, donde le había servido de maestro iniciador en la artes sexuales –y no solo a ella, se supo después, cuando se destapó el escándalo– un enfermero, que en su defensa aseguró que nunca hubo obligación, siempre seducción y siempre quedaron tan satisfechas que eran ellas las que insistían.
Las prácticas secretas de la machanguita continuaron después que nuestro expolicía le cedió su puesto a otro muchacho de confianza – buscado explícitamente a petición de ella – , y finalizaron, probablemente, ya él ingresado en el cuerpo de policía, tras un incidente en que su invitado del momento exigió más dinero y al no recibirlo intentó pegarle fuego a la cueva con ella dentro.
Aunque la historia parece ser contada de viva voz por el policía a un pariente suyo con fama de escritor, sabemos, por el propio texto, que se trata de una transcripción de unas grabaciones y que podrían estar adornadas para mejorar su expresión. Forma parte de la trama el hecho de que el expolicía ha contactado con el escritor para que recoja toda esta confesión con el propósito de hacérsela llegar a su hijo Gorgonio, con el cual tiene una relación conflictiva.
La voz del propio escritor surge generalmente al final de cada capítulo donde a menudo da cuenta de sus charlas, sobre temas literario y sobre el modo de proceder con las trancripción, con el mismísimo Víctor Ramírez, autor de esta novela. Es interesante pensar en los diferentes niveles que tiene la narración. La Machanguita está en el centro, el siguiente nivel es el del expolicía que narra su historia y que tiene una trama propia en torno a su familia, el escritor ocupa el siguiente nivel, transcribiendo la historia pero también hablándonos un poco de sí mismo y refiriendo sus charlas con don Victor, y, encima de todo, don Victor que da vida al escritor al que, incluso, lo hace hablar consigo mismo dentro de la obra.
La expresión del expolicía es muy curiosa, y podría pasar por torpemente rebuscada. Se caracteriza por alternar indistintamente en una misma frase entre el tú y el usted y prescindir con mucha frecuencia de artículos, lo que deviene en unas frases gramaticalmente incómodas, puede que muchas veces incorrectas. Intenta, creo, con esto, reflejar un habla popular, que a mí me parece poco realista, por más que me acuerde de aquel viejito que solía utilizar frecuentemente el “hablando vurgarmente” cuando se le escapaba algún término que a él le parecía malsonante mencionarlo ante unos distinguidos caballeros de ciudad como éramos mi padre y yo. Yo creo que de todas maneras cumple su función de aparentar un habla más o menos particular y popular al mantenerse coherente a lo largo de todo el texto.
La historia de la mendiga se narra con constantes interrupciones presuntamente naturales al estar dos personas hablando en un bar ante unas copas: la necesidad de pedir otras, los personajes que pululan por los alrededores, además de las desviaciones del tema que realiza el expolicía. No obstante me parece a mí que va desenvolviéndose con regularidad pasito a pasito sin hacerse esperar, sin tramos demasiado largos de nonadas. En ese sentido a mí me da una impresión de bien construida, de precisión, adornada con los arabescos de esas distracciones. Para las digresiones al margen de la historia principal se reserva el autor una sección al final de cada capítulo donde el escritor comenta aspectos de lo que está haciendo, la escucha y la transcripción del relato, con el propio autor de la novela. Se tratan ahí temas literarios y políticos en donde el autor, Víctor Ramírez, figura como una especie de mentor o maestro del presuntamente más joven escritor que transcribe la charla del expolicía.
Lo que le da, me parece a mí, dimensión a esta novela es esa manera de narrarla, en primera persona y en una especia de habla popular; la forma de ir desenvolviendo la historia a trancos bastante saltarines, temporal y espacialmente, que pueden terminar por confundir a un lector poco atento, pero que, sin embargo no pierde ningún hilo. La cantidad de personajes que se manejan, muchos de ellos tan interesantes como el central y que sin embargo son desarrollados en su justa medida para que no se coman a este. Y por último esos toques reflexivos en los que, entiendo yo, el autor introduce sus razones de forma explícita sin estorbar la narración de la historia.
A mí me parece que a don Víctor le sobra maestría técnica, aunque no estoy seguro de que cualquier lector sea capaz de apreciarlo de la misma manera, porque su estilo narrativo no es fácilmente encajable entre los estándares que se manejan habitualmente para catalogar un texto de «buena literatura». Su narrativa requiere atención porque está envuelta en una apariencia popular o casi populera como pensaría cualquier lector de alta e internacional literatura. No estoy seguro de que la obra, obras como esta, de Víctor Ramírez, fuera fácilmente traducible a otras lenguas y menos conservando su parte más esencial que es esa expresión tan particular suya. Aunque recuerdo haber leído Nos dejaron el muerto hace muchos años y recuerdo haberlo disfrutado, no había vuelto a leer a don Víctor; no es un autor cómodo precisamente por eso que trato de explicar, porque siendo buena literatura, se aleja de los conceptos más estandarizados de lo que al final consideramos como tal los que simplemente leemos por el gusto de leer. Y creo que es buena literatura porque creo apreciar una buena construcción, y creo apreciar un propósito de uso del lenguaje de una manera personal, y creo apreciar un intento de expresar unas ideas propias en su obra además de deleitarnos con una narración. Todo eso me parece que es lo que estimo yo en una obra literaria y esta lo tiene.
La niña quedó preñada probablemente del tío, y a falta de otro sustento empezó a mendigar disfrazándose de anciana. Crió el niño con gusto de buena madre, pero una mala vacuna se lo llevó a la tumba de manera sospechosamente fulminante, lo que provocó que la muchacha se trastornara hasta tener que ingresarla en un sanatorio. Al salir retomó su vida de mendiga, más discreta, si cabe, que antes.
Nuestro narrador, el expolicía, la conoció cuando un amigo le hizo la propuesta de que lo sustituyera en cierto reservado empleo. Cada martes a la hora de la siesta debía acudir a la cueva donde vivía la machanguita y satisfacerla sexualmente. El temor se convirtió en entusiamo cuando descubrió que debajo de aquellos trapos se ocultaba un cuerpo fresco, no ya de niña pero juvenil, cuidado, armonioso, tal vez algo escurrido y muy limpio.
La muchacha se había aficionado a tales prácticas durante su estancia en el sanatorio, donde le había servido de maestro iniciador en la artes sexuales –y no solo a ella, se supo después, cuando se destapó el escándalo– un enfermero, que en su defensa aseguró que nunca hubo obligación, siempre seducción y siempre quedaron tan satisfechas que eran ellas las que insistían.
Las prácticas secretas de la machanguita continuaron después que nuestro expolicía le cedió su puesto a otro muchacho de confianza – buscado explícitamente a petición de ella – , y finalizaron, probablemente, ya él ingresado en el cuerpo de policía, tras un incidente en que su invitado del momento exigió más dinero y al no recibirlo intentó pegarle fuego a la cueva con ella dentro.
Aunque la historia parece ser contada de viva voz por el policía a un pariente suyo con fama de escritor, sabemos, por el propio texto, que se trata de una transcripción de unas grabaciones y que podrían estar adornadas para mejorar su expresión. Forma parte de la trama el hecho de que el expolicía ha contactado con el escritor para que recoja toda esta confesión con el propósito de hacérsela llegar a su hijo Gorgonio, con el cual tiene una relación conflictiva.
La voz del propio escritor surge generalmente al final de cada capítulo donde a menudo da cuenta de sus charlas, sobre temas literario y sobre el modo de proceder con las trancripción, con el mismísimo Víctor Ramírez, autor de esta novela. Es interesante pensar en los diferentes niveles que tiene la narración. La Machanguita está en el centro, el siguiente nivel es el del expolicía que narra su historia y que tiene una trama propia en torno a su familia, el escritor ocupa el siguiente nivel, transcribiendo la historia pero también hablándonos un poco de sí mismo y refiriendo sus charlas con don Victor, y, encima de todo, don Victor que da vida al escritor al que, incluso, lo hace hablar consigo mismo dentro de la obra.
La expresión del expolicía es muy curiosa, y podría pasar por torpemente rebuscada. Se caracteriza por alternar indistintamente en una misma frase entre el tú y el usted y prescindir con mucha frecuencia de artículos, lo que deviene en unas frases gramaticalmente incómodas, puede que muchas veces incorrectas. Intenta, creo, con esto, reflejar un habla popular, que a mí me parece poco realista, por más que me acuerde de aquel viejito que solía utilizar frecuentemente el “hablando vurgarmente” cuando se le escapaba algún término que a él le parecía malsonante mencionarlo ante unos distinguidos caballeros de ciudad como éramos mi padre y yo. Yo creo que de todas maneras cumple su función de aparentar un habla más o menos particular y popular al mantenerse coherente a lo largo de todo el texto.
La historia de la mendiga se narra con constantes interrupciones presuntamente naturales al estar dos personas hablando en un bar ante unas copas: la necesidad de pedir otras, los personajes que pululan por los alrededores, además de las desviaciones del tema que realiza el expolicía. No obstante me parece a mí que va desenvolviéndose con regularidad pasito a pasito sin hacerse esperar, sin tramos demasiado largos de nonadas. En ese sentido a mí me da una impresión de bien construida, de precisión, adornada con los arabescos de esas distracciones. Para las digresiones al margen de la historia principal se reserva el autor una sección al final de cada capítulo donde el escritor comenta aspectos de lo que está haciendo, la escucha y la transcripción del relato, con el propio autor de la novela. Se tratan ahí temas literarios y políticos en donde el autor, Víctor Ramírez, figura como una especie de mentor o maestro del presuntamente más joven escritor que transcribe la charla del expolicía.
Lo que le da, me parece a mí, dimensión a esta novela es esa manera de narrarla, en primera persona y en una especia de habla popular; la forma de ir desenvolviendo la historia a trancos bastante saltarines, temporal y espacialmente, que pueden terminar por confundir a un lector poco atento, pero que, sin embargo no pierde ningún hilo. La cantidad de personajes que se manejan, muchos de ellos tan interesantes como el central y que sin embargo son desarrollados en su justa medida para que no se coman a este. Y por último esos toques reflexivos en los que, entiendo yo, el autor introduce sus razones de forma explícita sin estorbar la narración de la historia.
A mí me parece que a don Víctor le sobra maestría técnica, aunque no estoy seguro de que cualquier lector sea capaz de apreciarlo de la misma manera, porque su estilo narrativo no es fácilmente encajable entre los estándares que se manejan habitualmente para catalogar un texto de «buena literatura». Su narrativa requiere atención porque está envuelta en una apariencia popular o casi populera como pensaría cualquier lector de alta e internacional literatura. No estoy seguro de que la obra, obras como esta, de Víctor Ramírez, fuera fácilmente traducible a otras lenguas y menos conservando su parte más esencial que es esa expresión tan particular suya. Aunque recuerdo haber leído Nos dejaron el muerto hace muchos años y recuerdo haberlo disfrutado, no había vuelto a leer a don Víctor; no es un autor cómodo precisamente por eso que trato de explicar, porque siendo buena literatura, se aleja de los conceptos más estandarizados de lo que al final consideramos como tal los que simplemente leemos por el gusto de leer. Y creo que es buena literatura porque creo apreciar una buena construcción, y creo apreciar un propósito de uso del lenguaje de una manera personal, y creo apreciar un intento de expresar unas ideas propias en su obra además de deleitarnos con una narración. Todo eso me parece que es lo que estimo yo en una obra literaria y esta lo tiene.